Año CXXXVI
 Nº 49.826
Rosario,
lunes  28 de
abril de 2003
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Análisis
El modelo se juega más allá de los comicios
Antes que un cambio profundo, la segunda vuelta dirimirá al interlocutor del poder económico

Alvaro Torriglia / La Capital

Carlos Menem y Néstor Kirchner, los dos candidatos que disputarán la segunda vuelta electoral, representan dos variantes económicas. El primero lideró políticamente el modelo de los noventa basado en el tipo de cambio fijo, la supremacía del capital financiero sobre el productivo, la apertura de la economía, la concentración y el endeudamiento externo. El segundo, propone la recuperación de la vieja tradición desarrollista, con autonomía económica, protección a la industria nacional y cierta condescendencia hacia la intervención estatal para la equilibrar la distribución del ingreso y fomentar el mercado interno.
La figura del capitalismo salvaje versus neokeynesianismo es la más tentadora para traducir el ballottage en términos económicos. Pero la enorme dispersión del voto, el entrecruzamiento de voluntades entre las cinco principales opciones, cierta convergencia en los discursos de campaña y la propia herencia de diciembre de 2001 le imponen matices a esa lectura.
Menem arrancó el 2002 prometiendo dolarización, meses más tarde mutó hacia una convertibilidad a X pesos y llegó a las elecciones pronunciándose a favor del tipo de cambio flotante, aunque controlado. De paso, en el último tramo le bajó el perfil a la exhibición de su alineamiento automático con Estados Unidos, el Alca y el Fondo Monetario.
Hay suficiente experiencia para sospechar que lo que dice no es lo que hará pero aún así, es lícito pensar que las mutaciones de su propuesta obedecen a una realidad: el modelo de los 90, al menos en la versión menemista, estalló y será muy difícil recrearlo.
Fue el ministro de Economía, Roberto Lavagna, una de las principales cartas electorales de la dupla Kirchner-Duhalde, quien supo leer primero ese escenario. Aportando racionalidad en un momento de disputas sectoriales salvajes, el jefe del Palacio de Hacienda estabilizó la economía y garantizó la transición con medidas impensables durante la década pasada: negociación dura con el FMI, un ingreso mínimo de inclusión a través de subsidios directos a los sectores de menores ingresos (aunque sea en la versión tibia y amostrencada de los planes jefes y jefas) y la imposición de ciertos límites a las presiones del poder económico.
Le puso así un piso a la campaña, aún a los más puros doctrinarios del liberalismo. Pero es demasiado condescendiente pensar que sus aciertos describen el gobierno de transición de Eduardo Duhalde, y su continuidad, Néstor Kirchner. Ese proceso incluye el férreo control político de la protesta social, que llevó a la muerte de dos piqueteros en el puente Pueyrredón, la enorme transferencia de recursos que implicó la pesificación asimétrica de la dupla Remes-De Mendiguren y el endeudamiento que asumió el gobierno para indemnizar a los sectores beneficiarios de la economía de los 90, como el caso de la compensación a los bancos y el festival de Boden.
No está claro, en ese sentido, que el cambio de orientación económica que bien piloteó Lavagna esté más direccionado a un profundo cambio de modelo que a garantizar la supervivencia de la misma alianza económica que se benefició con los primeros años de la convertibilidad.
No es lo mismo votar a Kirchner o a Menem, por múltiples razones. Pero pensar que el actual proceso eleccionario lleve a un cambio radical de modelo más que a una nueva representación política del poder económico, puede inducir a error. Si diciembre de 2001 dejó una herencia y una agenda, que entre otras cosas enterró el pensamiento único y fijó la integración social como una demanda, su cumplimiento exigirá más que una elección.


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