Año CXXXVI
 Nº 49.793
Rosario,
miércoles  26 de
marzo de 2003
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Reflexiones
El espanto imborrable

Víctor Cagnin / La Capital

La escena que nos muestra a los soldados caídos, asesinados o decapitados por el estallido de una bomba o el impacto de un cohete en territorio iraquí es realmente implacable, dolorosa, intolerable. No porque resulte inédita -ya la hemos visto en infinidad de ocasiones a lo largo de nuestras vidas; están en relatos de abuelos sobre la Primera Guerra, de hermanos, primos o amigos que quedaron tendidos en los campos de batalla y las hemos seguido observando en innumerables películas y series televisivas- sino porque la imagen de un soldado muerto siempre se nos revela como un hecho injusto, una vida segada cuando todavía no llegó a construir un par de convicciones. O si las tuvo, quién podría decir que no llegaría a modificarlas en cuanto se enfrente a los primeros imponderables. Por qué no tener entonces una oportunidad de desecharlas y optar por otras, o vivir sin ninguna de ellas, al fin y al cabo.
Esos muchachos con los mejores pertrechos, con toda la tecnología encima, o aquellos otros despojados, que salen a enfrentarlos en zapatillas, a veces hasta descalzos, con un fusil o una metralla bastante elemental para lo que se proponen, permiten descubrir un costado de dignidad humana y de coraje francamente conmovedor. Tirados en el asfalto o expirando en un hospital de campaña, adquieren una dimensión que jamás imaginaron en su corta vida. Una breve existencia que, no obstante, los hará permanecer largamente en el tiempo.
Pero el aspecto lacerante en las conciencias de aquellos que los observan está más bien dado por la precariedad de conceptos y valores, por el desprecio a la historia, a la cultura en general y por el pensamiento lineal y mesiánico de aquellos que, tras imaginar un destino de grandeza y hegemónico para los suyos, y de sujeción para los demás, luego deciden enviarlos a la guerra. Vale recordar que la idea de nuevo orden mundial tomó cuerpo con la presidencia del padre de Bush, previo a la guerra del Golfo.
La escena, al mismo tiempo, nos remite a la Argentina de los años 70, con su generación de militantes, cargados de discursos explosivos, unidireccionales e irreversibles. Jóvenes comprometidos, combativos, partiendo de casa a muy temprana edad. Viviendo mal, demasiado mal, padeciendo todo tipo de carencias, haciendo un culto de ello y, paradójicamente, pretendiendo un país mejor para todos. Los vemos irse, desaparecer de lo cotidiano, sin saber quién los persuade, quién los dirige, hacia dónde van, con quiénes se enfrentarán. El miedo de un padre enojado, que por miedo no habla; el temor de una madre que no sabe expresar más que con lágrimas el amor y el dolor de la partida.
Los leeremos después en informes de comando, caídos en enfrentamientos, resistiendo a un supuesto allanamiento. Y de otros miles ya no sabremos. Volverán sí sus comandantes, sin vergüenza, a dar algunas explicaciones de lo que pretendían y de lo que lamentablemente ocurrió: un territorio donde la libertad, como el petróleo, yace bajo tierra, todavía sin explotar.
Y como si aún no fuera suficiente, la escena del soldado heroico sobrevendrá una mañana de abril tras ser llamado a combatir en las islas irredentas. Se podrá percibir en la imaginación el sonido del misil que atraviesa el crucero, se pensará en esos pobres chicos, en sus familias y en el despropósito de los generales. En la incapacidad de la sociedad civil para poner sus límites y para plantearse una salida por sus propios medios.
La imagen televisiva o impresa en los diarios duele porque expone a la civilización en todas sus dimensiones y nos vuelve más escépticos, precisamente, en momentos en los cuales se requieren expectativas para la condición humana. La incapacidad de la sociedad de países y sus gobernantes para respetar las propias reglas que se dieron para la convivencia, llámese Carta de las Naciones Unidas, no deja margen alguno a la duda. Cómo exigir luego acatamiento a las leyes de cada uno de los países que lo integran. Tan sólo las masivas manifestaciones por las calles de las grandes ciudades o el mensaje obstinado, sensato y sordo de Juan Pablo II pueden oxigenar en poco la perspectiva.
En tanto, la paz entre los pueblos se sigue presentando como un desafío demasiado arduo para la humanidad. Ningún hallazgo científico ha podido hasta el momento opacar, o subordinar a otra, esta premisa inconclusa. Algunos pensadores nos recuerdan que sólo se halló en períodos de imperio y que una idea racional y de progreso no debería rechazarlo, habida cuenta de todo lo que implica el integrismo islámico y otros fundamentalismos para las libertades. Pero cómo no reparar o dejar de asociar este accionar coercitivo de los aliados con las enormes reservas de petróleo de Irak y sus países vecinos. ¿Es sólo para la libertad? ¿Es por el petróleo? ¿Es para la libertad y el petróleo esta cruzada occidental preventiva?
Las imágenes de un infante de marina o de un integrante de la guardia republicana iraquí no las separa ninguna frontera, poseen una fuerte analogía, como aquel poema de Borges sobre Malvinas. Y está sucediendo ahora, mientras somos testigos de que cualquier empeño para evitarlo resulta inútil. Y no hay escape al espanto. A menos que, olímpicamente, cambiemos de canal o demos vuelta la página.
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Ilustración: Chachiverona.
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