Año CXXXVI
 Nº 49.776
Rosario,
domingo  09 de
marzo de 2003
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El cazador oculto: Un rayo de luz en la televisión

Ricardo Luque / Escenario

Los reality shows no son todos iguales. De eso ya no hay dudas. Después de años de soportar náufragos, grandes hermanos, bares, playas, infidelidades, supermodelos y estrellitas pop uno se da cuenta de que la gama de grises de la televisión color es infinita. Pero que el aburrimiento, sí o sí, tiene cara de concursante de reality show encerrado en una casa o en una isla o en una pasarela haciendo monerías para que la gente no llame por teléfono para sacárlos de sus vidas de una vez y para siempre. Porque, en los reality shows, el teléfono funciona como una extensión del control remoto: si uno se cansa puede hacer una llamada y sacarse de encima de un plumazo a los que molestan. Pero la cosa no es tan fácil, hay que pagar tres pesos más IVA y lo que es mucho peor no se puede echar a todos de una sola vez, hay que hacerlo de a poco, uno por semana y la espera puede resultar realmente desalentadora. Y lo que es peor de todo es que si el casting falla, y a menudo falla, la pantalla queda sumida en un sopor somnoliento del que no hay café con aspirinas que te salve. El aburrimiento es total y todo gracias al empecinamiento de los gerentes de programación en transformar la vida real en un espectáculo. Pero, gracias al cielo, no hay mal que dure mil años, y en lo que parecía una condena eterna de golpe apareció un rayito de sol. Los españoles ya nos habían hablado de él, nos habían contado hasta el hartazgo cuánto se habían emocionado, cuánto habían llorado cuando había llegado a su fin y, por supuesto, no les habíamos creído una palabra, si es un reality show, igual que "Gran Hermano", y convengamos que "Gran Hermano" en la Madre Patria también fue un suceso fabuloso. Pero ellos tenían razón. "Operación triunfo" no es igual a los otros reality shows. Ni siquiera tiene las mismas reglas. No se vota para eliminar a los concursantes sino para apoyarlos, y lo que aún es mejor los concursantes tienen algo mejor qué hacer que mirar al techo, reprimir sus instintos o comer peces crudos. Su consigna es hacer arte. Música. Y ver cómo se esfuerzan por lograrlo es una maravilla capaz de estrujar el corazón.


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