Año CXXXVI
 Nº 49.769
Rosario,
domingo  02 de
marzo de 2003
Min 20º
Máx 27º
 
La Ciudad
La Región
Política
Economía
Opinión
El País
Sociedad
El Mundo
Policiales
Escenario
Ovación
Suplementos
Servicios
Archivo
La Empresa
Portada


Desarrollado por Soluciones Punto Com





El viaje del lector
Europa: Excursión en el tren blanco

Jorge Jaurés

Después de un agotador recorrido por Viena, la Staatsoper, el Hofburg, el palacio de Schönbrunn y la infaltable torta del hotel Sacher, en la Wien Westbanhof nos aguardaba una vez más un vagón de segunda clase en un tren nocturno. Nos sentamos en los asientos que habíamos reservado, presagiando una larga noche hasta llegar a Zürich.
Mientras acomodábamos las valijas detecté un matrimonio chileno un tanto nervioso porque no sabían si ese tren los dejaría en St. Plöten. Después de tranquilizarlos, nos pusimos a conversar. Más tarde aparecieron dos estudiantes chilenos y uno paraguayo. Seguramente los silenciosos austríacos no estarían acostumbrados a charlas tan multitudinarias en español en sus trenes (y acaso habrán temido por sus billeteras ante tanto sudamericano). Cuando bajaron, nos dejaron su dirección en Viña del Mar, para que los visitemos el próximo verano.
Ya estaba harto de cambiar de posición en el asiento sin poder dormir y no tuve mejor idea que verificar las combinaciones de trenes a partir del nuestro. Allí surgió el nombre de St. Moritz. Algo recordaba de este pueblito alpino, que se inició como centro termal para ancianos y gracias a hábiles hoteleros se fue haciendo el lugar elegido por nobles y artistas de Hollywood: el visitante más asiduo era Alfred Hitchcock y Errol Flynn batió el record de descenso en esquí (fue el que más tardó, ya que se detuvo a beber champaña a mitad del camino).
El azar quiso que me despertara en Sargans, lugar del trasbordo, así que allí bajamos y quedamos esperando en una estación desierta, en plena noche, mientras llovía. Viajamos solos en el nuevo tren hasta Chur, lugar del segundo trasbordo. Fue amaneciendo pero había muy mal tiempo y con nubes tan bajas no podríamos ver las montañas.
Pero mi ánimo cambió al ver el techo blanco de un tren que venía en sentido contrario. No quería alegrarme antes de tiempo, pero pronto la lluvia comenzó a transformarse en gotitas de nieve. Al costado de las vías se iba juntando una fina capa blanca, intrascendente al principio, pero con el correr de los kilómetros se fue haciendo más espesa y al subir la montaña la nieve se hizo dueña del paisaje.
La locomotora levantaba nubes blancas y el tren rodaba entre precipicios, con pinos que se arqueaban por el peso de la nieve, largos túneles y montañas nevadas. No podía sacarme la sonrisa de los labios. Estaba feliz. Nunca había visto algo así: todo absolutamente blanco.
La villa de St. Moritz estaba tan cubierta de nieve como el camino. Era maravilloso. Llevaba mi paraguas abierto hasta que pensé que era preferible una enfermedad al arrepentimiento posterior de no haber disfrutado por esa vez de los copitos de nieve cayendo sobre mí.
Deambulamos largo rato entre calles que subían rodeadas de finos comercios y hoteles cinco estrellas, con esquiadores preparados para la ascensión y la nieve inmaculada cubriéndolo todo, sin huellas de pasos previos. Cuando partimos la nieve empezaba a derretirse, creando incómodos charcos. Dos días después estaríamos disfrutando del sol de Niza, previo recorrido por Ginebra (y la tumba de Borges). Cada lugar nos fue dejando distintos recuerdos, pero el paso por St. Moritz fue único, acaso por haber sido totalmente imprevisto. Como dijo un poeta "si empiezo a desconfiar de mi suerte estoy perdido, pues tengo ideas cada vez menos atrevidas".


Notas relacionadas
¿Cómo participar?
Diario La Capital todos los derechos reservados