Año CXXXV
 Nº 49.587
Rosario,
sábado  31 de
agosto de 2002
Min 3º
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Editorial
La amenaza biológica

El 11 de septiembre de 2001 quedará registrado en los libros de historia como la fecha que en verdad dio comienzo al siglo veintiuno. La destrucción de las Torres Gemelas neoyorquinas, en combinación con otro ataque al Pentágono y un frustrado golpe a la mismísima Casa Blanca, perpetrados mediante la novedosa arma en que se convirtieron aviones civiles conducidos por pilotos suicidas, se erige como un símbolo de la inseguridad que azota al mundo entero a partir de la acción de grupos terroristas que no reparan en medios físicos ni tienen barreras morales a la hora de entrar en acción.
Un reciente informe publicado por una agencia de noticias internacional daba cuenta de los temores existentes en la principal potencia del mundo, los Estados Unidos, acerca de un posible ataque con armas biológicas o químicas. El cable desmenuzaba, con rigurosa objetividad, eventualidades tan siniestras como estremecedoras. Por ejemplo, un "pequeño ataque de viruela" sería de elevado riesgo para la población civil de la nación, dado que aunque el gobierno federal dispone ahora de vacunas para proteger a ciento cincuenta y cinco millones de personas muchas ciudades podrían no estar adecuadamente preparadas para organizar inoculaciones masivas y educar a los ciudadanos acerca de los efectos de la temible enfermedad.
La situación, dramática, incluye una fuerte dosis de paradoja. El poderoso país que lidera el mundo sufre la amenaza de un potencial regreso -intencional, claro está- de una enfermedad extinguida hace largo tiempo, y que el 8 de mayo de 1980 fue formalmente declarada como "erradicada del planeta" por la Asamblea Mundial de la Salud. Como arma biológica, la viruela es mucho más peligrosa que el ántrax, que ya fue probado en el territorio norteamericano.
No existe razón alguna que pueda justificar la aplicación de tan horrenda represalia sobre ningún pueblo de la Tierra, más allá de las críticas que merezca su gobierno. De todos modos, la política exterior de los EEUU -basada en el ejercicio de la fuerza- no ha conducido sino hacia un recrudecimiento de los fundamentalismos, que en el pasado sólo atraían a pequeñas minorías. La administración que encabeza George Bush Jr. diverge notablemente, en ese aspecto, de lo que hizo Bill Clinton durante sus dos períodos en el ejercicio de la presidencia. Y acaso debiera revisarse la actual línea dura. Sin incurrir en debilidades o en el pecado de ingenuidad -sobre todo cuando del otro lado existe la impiedad más absoluta-, no parece que la acción bélica indiscriminada, como un posible ataque a Irak, sea el remedio para cicatrizar las heridas que ha provocado la incomprensión mutua.


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