Año CXXXV
 Nº 49.556
Rosario,
miércoles  31 de
julio de 2002
Min 4º
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¿Cómo estamos?

Los argentinos no somos ni los peores ni los mejores del mundo, como muchas veces hemos presupuesto. Pero tenemos particularidades que no registran antecedentes en la historia. Como dijo alguien por estos días: "Atravesamos una crisis propia de una posguerra, sin haber vivido una guerra". Y una de las principales particularidades que nos diferencia de cualquier otro pueblo del mundo es, como a todas las sociedades, nuestra cultura. Entendiendo por cultura no sólo lo que sabemos o conocemos, sino lo que hacemos y producimos como sociedad: nuestro hacer cotidiano, las pequeñas actitudes (no aptitudes), las conductas ante todo y ante todos. Los argentinos somos esos que teniendo lugar para estacionar un auto lo dejamos en doble fila o sobre la vereda. Esos que sin una urgencia que lo pudiera justificar cruzamos alegremente un semáforo en rojo, o vamos de contramano para acortar un camino. Somos los mismos que prendemos un cigarrillo donde dice prohibido fumar, o le tiramos el humo a quienes tienen la desgracia de elegir el mismo restaurante en el que estamos comiendo nosotros. Somos los que llegamos tarde al cine o al teatro, porque para nosotros las 10 pueden ser las 10 pero media hora después. Somos también los que creemos ser mejores que nuestros vecinos subcontinentales, los innombrables latinoamericanos. Los mismos que podemos enseñarle moral, decencia y buena manera de vivir a la tiranía que gobierna la isla de Cuba y a su pueblo, porque como viven ellos no se vive, se vive como vivimos nosotros, que como ya se sabe somos los mejores. Pero somos los mismos que luego de creer que nos habíamos rebelado al statu quo del liberalismo menemista, votamos por De la Rúa, que estaba acompañado por todos los progresistas e impolutos del país. Y cuando un 20 de diciembre nos dimos cuenta, con varios muertos de por medio, que nos habíamos equivocado, hoy, una vez más, nos debatimos entre una mujer que enarbola sus discursos detrás de un enorme crucifijo, pero que acompañó al ahora aborrecido De la Rúa, y el siempre eterno enajenador Carlos Menem. Contrariamente a lo que postulan los discursos demagógicos, las sociedades siempre tienen los gobiernos, más bien los destinos, no sólo que se merecen sino que se trazan a sí mismas. Porque el destino de grandeza de una nación, de un pueblo, no lo trazan sus dirigentes: éstos sólo interpretan y acompañan la voluntad de las mayorías. Por eso estamos como estamos.
Lalo Puccio


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