Año CXXXV
 Nº 49.525
Rosario,
domingo  30 de
junio de 2002
Min 5º
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Mundial Corea-Japón
Lágrimas de fútbol en el Río de Janeiro del 98

Orlando Verna / La Capital

Las manos de Taffarel habían enviado a Holanda, el verdugo de Argentina, a juntar tulipanes y los ya desmedidos festejos se planearon inconmensurables. Brasil estaba en la final de la Copa Francia 98 y Río de Janeiro mostraba exacerbada su típica desinhibición emocional llena de curvas. El domingo comenzó temprano, quizás con un choppinho en el bar de Joao, como para empezar por adelantado con la conmemoración y sentirse un poco brasileño. Un argentino había dejado de ser un posible enemigo y la hermandad latinoamericana tenía un lejano límite: la derrota. Una idea inalcanzable para los corazones verdeamarelhos, favoritos, decían acá y allá.
La feijoada organizada con todas las letras en un momento histórico como ese fue el hall de entrada gastronómico a un día que, sospechosamente, se había presentado lluvioso y casi frío. El Cristo Redentor entre nubes hacía fuerza para ojear algún televisor en las favelas de sus faldas y Copacabana se rendía en soledad a un mar bravo. Un descanso merecido si contaba con que tras el pitazo final recibiría en su regazo de arena a unas dos millones de personas.
La prefectura municipal había montado un operativo similar al de los días del archifamoso Carnaval porque, en verdad, la excusa era el fútbol pero el objetivo era el mismo: festejar la alegría de ser brasileño. Una pantalla gigante de 20 metros cortaba la avenida Atlántica y grupos de pago de regalaban ritmo y ansiedad. La mayoría de las calles transversales estaban cortadas por los vecinos, quienes habían adornado con los colores patrios el lugar donde irían a bailar y beber su triunfo.
Pero la hazaña del penta empezó mal. Ronaldinho -porque hace cuatro años el diminutivo era suyo- se hizo encima, la Nike no quiso saber nada con su exclusión y dos cabezazos de Zidane mandaban a los primos a los vestuarios perdiendo dos a cero. Petit sólo iría a cerrar la cuenta de goles franceses y la garganta de 160 millones de brasileños.
Entre ellos, un rosarino no consiguió resolver el dilema: ¿pesaba más la rivalidad futbolística o la tristeza de sus amigos? Había jugado todo el día con una cámara de video hasta que una de sus compañeras lo mandó de vuelta a Argentina. Camino a su casa sintió un gusto agridulce: la celeste y blanca se mezcló con la sensación de haberse perdido de algo grande en un país famoso por los festejos de su pueblo. Ahora había que esperar cuatro años más. Hasta hoy.


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