Año CXXXV
 Nº 49.525
Rosario,
domingo  30 de
junio de 2002
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Mundial Corea-Japón
Una Copa que derrocó un imperio entre sollozos

Anibal Fucaraccio / La Capital

El llanto de Gabriel Batistuta luego de la eliminación contra Suecia fue el símbolo más claro de la caída de un imperio. La cabeza gacha del hombre de Reconquista en el banco de suplentes del estadio de Miyagi con el pecho comprimido por gritos contenidos que nunca más volverán a ser con la celeste y blanca, su impresionante caudal de estadísticas interrumpido con la violencia de lo inesperado y el etéreo sueño de ganar un Mundial que pasó a ser un deseo que se tendrá que acunar inevitablemente en el rincón alejado de los objetivos no cumplidos, instalaron una nueva realidad en el contexto del fútbol internacional.
Esa frustración se convirtió en una imagen que sólo una derrota impensada podía engendrar y se presentó imposible de soslayar, tanto para las omnipresentes cámaras de la televisión oriental como para los noctámbulos amantes de la fiebre mundialista.
La poderosa Argentina, esa favorita que llegaba avalada por los números, los nombres y los pronósticos de los entendidos, había quedado afuera en primera ronda. Y allí se tornó tangible el ruidoso derrumbe de la rendidora industria de las candidaturas.
Esa tendencia, que parece irreversible luego de más de 60 partidos (algunos realmente insufribles), comenzó a esbozarse desde el partido inaugural con la invasión compulsiva del factor sorpresa que impusieron de arranque los simpáticos senegaleses.
Las tempraneras e insospechadas escapadas de Argentina y Francia abrieron un sendero amplio y curioso a través del cual desfilaron muchos. Un camino irreverente que los ricos lo transitaron sufriendo o llorando, y los pobres disfrutando o riendo.
España, Italia, Portugal, Croacia y Camerún, que a priori también se presentaban como posibles protagonistas, fueron otras palpables muecas de profunda tristeza, se retiraron del Mundial con la única complicidad del silencio y también se despidieron de sus cifradas expectativas entre sollozos.
Las pocas brisas de aire fresco, casi imperceptibles en medio de tanta polución estética, las brindaron la sabia experiencia de Wilmots (Bélgica), la saludable rebeldía de Robbie Keane (Irlanda), el desparpajo de Diouf y Fadiga (Senegal), la calidad técnica de Hasan Sas (Turquía), el desenfado de Borguetti (México), el inédito potrero nórdico de Anders Svensson (Suecia) y la inocencia interrumpida de los yanquis liderados por Donovan y compañía.
Más allá de eso, a la final del Mundial siempre llegan los mismos. Es cierto. Pero ni este Brasil, ni esta Alemania tuvieron la jerarquía y el brillo de los grandes campeones. Fueron apenas oscuros sobrevivientes de una generación perdida.
Indudablemente, el primer Mundial del nuevo siglo impuso renovados códigos en el mundo del fútbol. Códigos tan exóticos como el propio continente asiático, tan locos como los enfervorizados hinchas orientales que alentaron sin fronteras (ni banderas) a cualquier equipo que jugara en su ciudad, tan impúdicos como los intereses que llevaron a desarrollar una sola Copa en dos países.
Este fue el Mundial del contragolpe, el de la especulación. Donde los planteos perversos demostraron que el que arriesga no gana, y que el que trabaja es un gil. Donde los talentosos fueron reemplazados por los utilitarios. Donde los arqueros fueron figuras y los técnicos resumieron al fútbol a un ejercicio intelectual. Donde los sutiles goleadores le pegan de puntín y los ilustrados filosofan al respecto. Donde el protagonismo escénico fue un premio vacante ante la deserción absoluta de interesados. Donde ni los líricos, ni los resultadistas (que suelen multiplicar e intensificar sus entredichos en estas ocasiones), encontraron quién los represente dignamente.
Con este torneo la progresiva anemia de ideas se globalizó y continúa acumulando adeptos. Y la táctica, la estrategia y la técnica aún esperan por algún entrenador (o equipo) que se apiade de tanta mezquindad, que se anime a remar contra la corriente y redefina sus perfiles y encauce sus aletargados progresos.
La mediocridad futbolística fue tan impactante que se vuelve necesario pensar seriamente en rever históricos preconceptos y recategorizar los ránkings malintencionados y sin sustento deportivo de la Fifa.
Las miserias de la incontrastable realidad demostraron que la pesada carga de la historia, la cantidad de trofeos en las vitrinas y la presencia de nombres rutilantes ya no marcan la diferencia. Y no hay llanto que valga.
Lo cierto es que en este mediático juego de las lágrimas, la más cristalina, la más pura, la más sentida, y por sobre todas las cosas la más sincera (por la legitimidad de su esencia), fue la del simpatizante de fútbol. Ese romántico empedernido que se desveló cada noche para ver de madrugada un Mundial con mayúsculas y que, luego de un frío mes de junio, sólo recibió amargos sinsabores y un fuerte cachetazo de un coqueto bailarín británico que seguramente no podrá olvidar... Al menos por cuatro años.



El fracaso argentino impone nuevos códigos en el fútbol.
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