Año CXXXV
 Nº 49.497
Rosario,
domingo  02 de
junio de 2002
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Una época distinta, cuando los que emigraban eran otros
Entre fines del siglo XIX y principios del XX vinieron a la Argentina hombres y mujeres hechos a las tareas más rudas

Jorge Riestra

Durante el período que comprende las últimas décadas del siglo XIX y los años primeros del XX clausurado dramáticamente por la Guerra del 14, de Europa no emigraron, ni hacia los Estados Unidos ni hacia la Argentina, países que vivieron un similar proceso de poblamiento territorial, integrantes de la clase media bien situada económicamente -o razonablemente situada, o pasablemente por lo menos-.
Los que partieron eran gente rústica, hombres y mujeres hechos a las tareas más rudas y a todos los climas y realidades naturales, seres expuestos de exigua, y aun inexistente, instrucción escolar, hijos y nietos de campesinos y campesinos ellos mismos; y mineros, los que por dos pesetas diarias o cinco liras iban entre piedras a la hulla, al mármol o al carbón como cincuenta años más tarde sus nietas, las de todos, ya mujeres, en Buenos Aires y en Rosario, pero también en San Nicolás, Rufino y Villa María, en San Jorge, Rafaela y Río Cuarto, en Córdoba, Concepción y Tucumán, irían a la carne y al pan; y braceros sin oficio fijo, peones en alquiler, no al mejor postor sino al que primero asomara la cabeza; y aparceros y jornaleros explotados y sumergidos sin esperanza de redención en latifundios de Lombardía y cortijos de Extremadura y Andalucía, cuya pobreza, montada en el linde de la miseria, era histórica; y los que, con caracteres urbanos, podían definirse como trabajadores calificados o calificados a medias: sastres, zapateros, peluqueros, imprenteros, barberos, queseros, carpinteros, pintores de brocha gorda, vidrieros, relojeros, cerrajeros, sombrereros, más el apretado y pintoresco manojo de novatos vendedores ambulantes, sufridos caminadores de ciudades que no cesaban de extenderse, y ellos venían de extramuros con la carga al hombro, la voceada oferta -voceada y chapurreada- de pajaritos vivos y muertos, pescados, muzzarella, frutas, pasteles, caracoles, liebres, huevos frescos, butifarra; y los que a partir del centro y hacia los barrios, codo a codo con peones argentinos pusieron el adoquinado grueso en las secciones aledañas, antecesores de aquellos que, treinta o cuarenta años después, pero con la dirección de técnicos e ingenieros nacionales, levantaron uno por uno los pesados prismas de granito y recubrieron el lecho de hormigón armado; y los que, agachados, más todavía, doblados en dos sobre las calles adoquinadas por ellos mismos, y a puro pico, pala y manos como garfios, colocaron y prolongaron los flamantes rieles de los flamantes tranvías con sabor a Génova, Nápoles, Trieste o Barcelona, ya en el tránsito de la "gran aldea" a la metrópoli moderna -hombres solitarios, o con aspecto de serlo- y todos parecidamente taciturnos, retacones y macizos los napolitanos, altos y huesudos los yugoslavos, tenaces bebedores de vino tinto en los despachos de bebidas donde, casi sin excepción los sábados por la noche, se reunían a compartir las penas bajo el disfraz de la alegría y el desenfreno, pues bien podía afirmarse que eran hombres tristes; o los conocedores de oficios universales como los albañiles, que fueron quienes, como maestros mayores de obra, amasaron las nuevas ciudades de inmigración, el cuerpo sin pausa expandido de las ciudades puerto, no los barrios de la seudoaristocracia porteña o provinciana, las mansiones diseñadas y construidas, capataces los capataces italianos y peones los peones italianos y criollos -más claramente, planos y dirección de obra de ingenieros y arquitectos extranjeros, o sea europeos, contratados para cada emprendimiento- y sino los ocupados o poblados por la clase media incipiente o en desarrollo, unida a lo popular y además creándolo, la casa chorizo como distintiva de un sector social y de una época.

El asunto es crecer
Y allí están todavía, testimoniando, sobrevivientes del cataclismo urbano que parecería haber respondido a un axioma sarmientino: el asunto es crecer, no la manera en que se crece, allí están después de cien años de haber sido puestas de pie, con sus piezas en hilera y la galería que las acompaña fielmente, de una sola planta o, posteriormente, organizadas en la alta, gemelas de las otras, pero sumándoles, orgullo de un pasar superior, un amplio vestíbulo con mampara de vitrales coloreados y juntas de plomo, y a las que se arriba subiendo y los chicos contándolos, no menos de treinta y tres escalones de mármol blanco.
Allí están, ennegrecidas, descascaradas, maltrechas y sin embargo habitables -habitadas por una pobreza a la que no le escasean los viejos y los niños-, en zonas donde llueve mil milímetros por año, con sus gruesos y altos muros y los patios de baldosas grises, calco tras calco, huella tras huella del paso de sus hacedores, trabajadores de sol a sombra, agalludos, hijos del pedregoso recorrido que llevaba del aprendiz al capataz y de éste al constructor, muchos de ellos reconocidamente idóneos, previsores y serios, una elite particular de sangre humilde que concluyó arraigándose y formando familia en el largo camino que llevaba de Buenos Aires a Salta, al corazón del noroeste, la marca de fábrica italiana, más vigorosa que la idiomática, en una órbita de raigambre española, y cuyos hitos principales eran Rosario, Córdoba y Tucumán, más las ramas del árbol hacia ambos lados si se trueca aquel sendero de mulas por un tronco vivo.
Nativos, todos, sin olvidar el pujante ariete de los emigrados políticos -obreros, artesanos e intelectuales que trasladaron a América sus sueños de un mundo más libre y más justo- de los países europeos más atrasados -o de regiones pauperizadas de tales países-, lo cual explica que al río de la Plata llegaran más polacos que ingleses y más españoles e italianos que franceses y alemanes; y más calabreses, sicilianos, napolitanos y genoveses que romanos, florentinos y venecianos; así como más asturianos, gallegos y vascos que madrileños y levantinos; o bien, aunque mudándonos al Medio Oriente, pero siempre junto al Mediterráneo, más sirio-libaneses que belgas y holandeses.



(Ilustración: Héctor Beas)
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