Año CXXXV
 Nº 49.392
Rosario,
sábado  16 de
febrero de 2002
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Reflexiones
Consejos a una superpotencia

Margaret Thatcher (*) / El Mundo (Madrid)

La frase de Milton: «En lo más profundo de mi mente, yo veo emerger a una nación noble y pujante de la misma manera que a un hombre cuando despierta sacudiendo su invencible cabellera» define perfectamente los Estados Unidos de hoy. Después del horror del 11 de septiembre, el mundo ha podido contemplar cómo norteamérica concentraba todas su fuerzas, agrupaba a sus aliados y procedía a llevar la guerra contra sus enemigos y los nuestros hasta los más remotos confines del globo.
Norteamérica nunca volverá a ser la misma. Ha demostrado al mundo y a sí misma que es, de verdad (y no sólo nominalmente) la única superpotencia global, una potencia que, ciertamente, disfruta de un nivel de superioridad sobre sus posibles adversarios reales o potenciales que nunca alcanzó ninguna otra nación en los tiempos modernos. Por consiguiente, el resto del mundo ajeno a norteamérica nunca volverá a ser el mismo. Se producirán, sin duda, nuevas amenazas procedentes de diferentes sitios. Pero, mientras Estados Unidos sea capaz de trabajar para mantener su actual liderazgo tecnológico, no parece que vaya a existir ninguna razón por la que cualquier desafío frente a la hegemonía norteamericana presente ningún viso de alcanzar el éxito. Y, a cambio, una situación así es una ayuda trascendental para asegurar el mantenimiento de la paz y la estabilidad.
Aunque, como el presidente Bush se ha encargado de recordar a los norteamericanos, no cabe hacer ninguna concesión a la autocomplacencia. Estados Unidos y sus aliados, es decir, el mundo occidental y sus valores, aún se encuentran bajo una amenaza letal. Y, como es preciso eliminar esta amenaza, ahora es el momento más oportuno para actuar con el máximo vigor.
El terror islámico presenta, en muchos aspectos, unas características que lo hacen único y, de ahí, las dificultades con las que los servicios de inteligencia occidentales se han encontrado a la hora de intentar predecir y prevenir sus ataques, tan sumamente violentos. El enemigo al que nos enfrentamos no es, obviamente, una religión: una gran mayoría de musulmanes deplora sinceramente todo lo ocurrido.
Tampoco se trata de un Estado en particular, aunque esta forma de terrorismo necesite de la ayuda de algunos estados para ser efectiva. Quizá el paralelismo más oportuno que se pueda establecer para este fenómeno sea el del comunismo más primitivo. El extremismo islámico de hoy día, al igual que el bolchevismo de tiempos pasados, es una doctrina armada. Es una ideología agresiva promovida por devotos fanáticos y armados hasta los dientes. Y, como en el caso del comunismo, derrotarla exige la adopción de una estrategia integral a largo plazo.
La primera fase de dicha estrategia tenía que consistir, necesariamente, en atacar militarmente al enemigo en Afganistán, una fase que actualmente se encuentra próxima a finalizar. Yo creo que, en tanto en cuanto el Gobierno interino de Afganistán sea digno de que se le preste apoyo, los Estados Unidos tienen razón al no involucrarse en ambiciones locales de cara a la construcción de una nación en un territorio tan traicionero. Habrá quien no esté de acuerdo con esto, argumentando que la lección que hemos podido aprender en la actual crisis es que los estados que han fracasado o han sido negligentes en su gestión han sido la causa del terrorismo.
Pero este es un argumento trivial. En sí mismo, implica un nivel de intervencionismo global que casi todo el mundo reconocería como algo imposible de llevar a la práctica.
En realidad, la lección más importante que hemos podido extraer de todo esto es que Occidente fracasó a la hora de actuar con la suficiente celeridad contra Al Qaeda y contra el régimen que protegía a esta organización. Y, dado que siempre existe una elección donde se deban concentrar los esfuerzos internacionales, es mucho mejor que Estados Unidos, como única superpotencia militar, desplieguen todas sus energías en el ámbito militar antes que en el trabajo social. Es mejor dejar que se encarguen otros de intentar promover la sociedad civil y las instituciones democráticas en Afganistán, y siempre que en esos otros no estén incluidos los británicos. Y yo lo que espero es que nosotros, también, seamos lo suficientemente realistas como para saber qué es lo que podemos conseguir (y lo que no).
La segunda fase de esta guerra contra el terrorismo debe consistir en atacar todos esos centros terroristas islámicos que tengan sus raíces en Africa, el sudeste asiático y en cualquier otra parte del mundo. Esta fase exigirá una labor de inteligencia de primer orden, de una diplomacia muy perspicaz y de la continuación en un compromiso militar de amplio espectro. Nuestros enemigos han dispuesto de muchos años para atrincherarse y no los vamos a desalojar de sus posiciones sin que presenten una resistencia feroz, además de sangrienta.
La tercera fase consiste en tratar con esos estados hostiles que apoyan el terrorismo e intentan fabricar o adquirir armamento de destrucción masiva. Con el paso del tiempo, todos hemos dado en denominar a dichos estados como estados delincuentes. Y no hay nada de erróneo en tal denominación, siempre y cuando no caigamos en la trampa de suponer que todos ellos se ajustan a las mismas características y apoyan iguales planteamientos.
Por ejemplo, Irán y Siria son dos países que siempre se han mostrado muy críticos con la actuación de Osama Bin Laden, los talibán y los atentados del 11 de septiembre. Y, a pesar de ello, ambos estados son enemigos declarados de los valores e intereses de Occidente. Estas dos naciones han apoyado enérgicamente el terrorismo: recientemente, la primera de ellas ha sido sorprendida vendiendo armas para fomentar la violencia contra Israel. Además, Irán está dando pasos agigantados hacia el desarrollo de misiles de alto nivel tecnológico, capaces de transportar cabezas nucleares.
Hay otros países que, al igual que los anteriores, se mostraron muy críticos con los acontecimientos del 11 de septiembre y que también constituyen una seria amenaza. Libia, por ejemplo, aún odia a Occidente y le encantaría intentar tomarse la revancha contra todos nosotros.
Sudán, por su parte, se dedica al genocidio contra nuestros ciudadanos en nombre del Islam. Por lo que se refiere a Corea del Norte, el régimen de Kim Il Jong se muestra actualmente más enloquecido que nunca, habiéndose convertido en el país que más propicia la proliferación de misiles balísticos capaces de transportar cabezas nucleares, químicas o biológicas.
Pero el delincuente más notorio de todos es, sin lugar a la menor duda, Saddam Hussein, una prueba evidente de que el hecho de haberle necesitado en el pasado se ha convertido actualmente en un serio dolor de cabeza. Hussein nunca cumplirá con los requisitos que le exigimos. Sus intenciones son, de hecho, muy claras: desarrollar armas de destrucción masiva para, así, podernos desafiar impunemente. Cómo y cuándo y no si es preciso o no desalojarle del poder son las únicas cuestiones que importan en estos momentos. Una vez más, la resolución de este problema exigirá una actuación del mayor nivel de nuestros servicios de inteligencia.
Esta tarea requerirá, al igual que ocurrió en Afganistán, la movilización de la resistencia interna. Y probablemente se tenga que acudir al empleo de la fuerza de forma masiva. Los aliados norteamericanos, y sobre todo los británicos, deben incrementar aún más su decidido apoyo a Bush en todas cuantas decisiones tome sobre el problema de Irak.
Los acontecimientos del 11 de septiembre suponen para todos nosotros un terrible recordatorio de que la libertad exige una vigilancia constante y perpetua. Y durante demasiado tiempo no hemos vigilado nuestra libertad convenientemente. En efecto, durante mucho tiempo, hemos dado cobijo en nuestros países a toda esa gente que nos odia, hemos tolerado a los que nos amenazaban y hemos sido muy indulgentes con todos aquellos que intentaban debilitar nuestras fuerzas. Es cierto que como consecuencia de toda esta situación no nos encontramos, por ejemplo, absolutamente indefensos contra los misiles balísticos que alguien pudiera lanzar desde cualquier parte contra nuestras ciudades. Sin embargo, un buen sistema de misiles defensivos debe servir para comenzar a cambiar el estado actual de las cosas. Aunque, eso sí, un cambio de estas características debe ser, ciertamente, mucho más profundo.
Todo Occidente, en su conjunto, necesita reforzar mucho más aún su decidida resolución a hacer frente a esos regímenes delincuentes y, consecuentemente, debe poner al día sus sistemas defensivos. La buena noticia a este respecto es que norteamérica tiene un presidente que puede asumir el liderazgo que tan imprescindible resulta para llevar todo esto a buen término.

(*) Ex primera ministra del Reino Unido.


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