Año CXXXV
 Nº 49.325
Rosario,
domingo  09 de
diciembre de 2001
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Patagonia trasandina: Y la nave va
Un crucero recorre los fiordos de la Patagonia chilena y llega hasta el imponente glaciar San Rafael

Jorge Salum

Fue el norteamericano Paul Bowles quien contó en "El cielo protector" la tristeza de Port, uno de sus personajes, porque no sabía cuántas veces más podría disfrutar la indescriptible belleza de un atardecer en el Sahara. Más allá de la ficción, Bowles tenía razón: el hombre necesitaría vivir muchos años, o varias vidas, para conocer todas las bellezas naturales de la tierra. Los fiordos, los archipiélagos y los glaciares del sur de Chile sin dudas constituyen uno de esos lugares mágicos que merecen ser gozados. Afortunadamente es posible hacerlo porque hay un crucero que recorre esa ruta semana a semana, de noviembre a abril, y coloca a sus pasajeros frente a todas esas maravillas casi como si se tratara de una película.
Son 7 días inolvidables, en los que la grandiosidad de la naturaleza compite casi codo a codo con la cordialidad y el excelente servicio del Skorpios, desde el capitán hasta el último tripulante. Y no se trata de un simple lugar común sino de lo que sienten y expresan los pasajeros a la hora de desembarcar, cuando los días transcurridos a bordo parecen minutos y la sensación predominante es el estupor por tanta belleza concentrada en unos 1.500 kilómetros de recorrido.
El Skorpios parte de Puerto Montt y pone proa rumbo hacia el ventisquero, unos 500 kilómetros al sur. En el camino va serpenteando los archipiélagos y fiordos de Llanquihue, Chiloé y Aylen. Atraviesa canales interminables rodeados de islas que muchas veces transmitirán al pasajero una sensación extraña, difícil de explicar: todas son tan hermosas que parecen dibujadas por un artista o colocadas allí por la mano de un inspirado arquitecto.
En el tránsito hacia el glaciar siempre habrá lugar para nuevas sorpresas. En el interior del barco, la exquisita comida del Skorpios es regada por excelente vino chileno. Un detalle: el menú se nutre básicamente de los frutos de mar que el crucero va recogiendo en su camino. De todos modos, tampoco faltan el típico curanto (cerdo, pollo y carne vacuna acompañadas por las célebres papitas de Chiloé, chiquitas y sabrosas) y el mítico taco mejicano.
En la inexorable ruta hacia San Rafael van quedando pequeñas aldeas, como la solitaria Coyhaique, y encantadores pueblos habitados por pescadores como el inigualable Puerto Aguirre. Allí, en un mirador al que se asciende acompañados por niños guías, los turistas se encuentran con mágicas vistas de una interminable cantidad de islas y canales, una vegetación exuberante y un paisaje sobrecogedor.
Luego hay que atravesar el Golfo del Corcovado, donde los pasajeros sentirán por primera vez que están navegando nada menos que por el portentoso Pacífico. La adrenalina fluye y la mar mece el barco como si fuera una cuna.
Dos días después de la partida llega el broche de oro. El Skorpios hace su entrada triunfal en la laguna de San Rafael y entonces todo lo anterior parece quedar relegado a un irremediable segundo plano. Se trata, claro, de una verdadera joya natural. Los hielos descienden como en un tobogán desde un cerro nevado de 3.000 metros y caen a la laguna. Son 40 kilómetros de largo por 2.250 metros de ancho, con picos de hielo que arañan los 70 metros. El glaciar está en retroceso y se calcula que al ritmo actual podría desaparecer en unos 400 o 500 años, convirtiéndose así en un nuevo fiordo.
El Skorpios se arrima a 2 kilómetros de ese imponente monumento natural. De allí los pasajeros son traspasados a dos pequeños barcos especialmente diseñados, en los que emprenderán una incomparable aventura. Avanzando lentamente entre témpanos de todos los tamaños y colores, se acercarán hasta los 400 metros de esos verdaderos rascacielos de hielo. Es el momento exacto en que absolutamente todo -el mundo, las guerras, el estrés y lo que el turista haya dejado de su vida ordinaria- parece perder sentido. Allí solo cuentan la belleza, el silencio y a veces el ruido estremecedor que produce la caída al agua semicongelada de bloques de hielo de 30.000 años.
Ese instante mágico se celebra con una tradición skorpiana. Los tripulantes regalan a cada pasajero un vaso y le echan hielo que uno de ellos acaba de picar en un témpano en el trayecto desde el Skorpios II. Luego lo llenan hasta el tope de whisky de 12 años y entonces todos los turistas, que a esa altura ya comparten algo más que un simple viaje por el sur chileno, festejan la maravillosa experiencia de brindar al pie de esas gigantescas moles blancas.
El regreso hacia Puerto Montt todavía guarda sorpresas como el desembarco en el dulce pueblito de Queilén (2.000 habitantes y un entorno natural sobrecogedor) y las termas de Quitralco, al final de un fiordo de 40 kilómetros cuya vegetación parece extraída del trópico. También la parada en Castro, la capital de Chiloé, dejará recuerdos imborrables por sus pintorescas construcciones, su feria de artesanías y especialmente por el lugar donde está enclavada esta ciudad de 40.000 habitantes, rodeada de sierras con todos los tonos de verde imaginables y también en el extremo de un fiordo.
La noche final, cuando el entrañable capitán Luis Kochifas ofrece una fiesta a sus pasajeros, parece la representación misma de la nostalgia. Para entonces ya nadie se quiere bajar del crucero y poner punto final a un viaje que difícilmente pueda borrarse alguna vez de la memoria, ni mucho menos dejar atrás a una tripulación que, en serio, el pasajero se llevará en el corazón.
Vale la pena probarlo. Después el turista tendrá el mismo problema que el cronista por estas horas: cómo narrar, en un montón de palabras, tantos buenos momentos vividos en la lejana ruta del Skorpios por la Patagonia chilena.



Los barcos se arriman a los glaciares patagónicos.
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