Año CXXXV
 Nº 49.317
Rosario,
sábado  01 de
diciembre de 2001
Min 8º
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Editorial
Hábito ajeno al civismo

La imagen, por lo usual que resulta, en nadie provoca asombro. ¿O acaso alguien se sorprende de ver, llevado por su dueño, situado al otro extremo de la correa, a un simpático can transitando en la noche por las entonces semidesiertas veredas rosarinas? Claro que el paseo no tiene sólo propósitos inocentes, como darle al animal la necesaria cuota de aire libre y sano esparcimiento. Es que a la primera oportunidad que se le presenta, la mascota deposita una ofrenda cuyo descubrimiento ulterior no provoca agrado en los humanos: sea árbol, poste indicador, umbral o tacho de basura, el perro no discrimina. Orín y heces caen sobre la vía pública y la reacción posterior del propietario del can es emprender, si le quedara vergüenza -lo que muchas veces no ocurre-, una rápida fuga a través de las sombras. Es que el ciudadano que en algún lugar de la conciencia de esa persona acecha lo sabe: su comportamiento dista de ser un ejemplo de civismo. ¿Por qué, entonces, lo repite cotidianamente?
La pregunta es tan pertinente que hasta resulta inoportuna. Ocurre que para contestarla cabe apelar a un variado abanico argumental que puede resumirse, si se procura obtener la anhelada síntesis, en una sola palabra: indiferencia. Es decir, absoluto, rotundo desinterés por el prójimo.
Bastaría, tan sólo, con portar una bolsa de polietileno y una palita. Esos dos sencillos y económicos elementos contribuirían notablemente a mejorar la higiene urbana y, por ende, la salud pública. Pero ello no sucede en un noventa y nueve por ciento de los casos. Y entonces, los excrementos quedan allí, contaminando el entorno y provocando considerables molestias a los transeúntes, que se ven obligados a realizar un despliegue extra de atención para esquivarlos.
En el complejo marco que constituye la grave crisis económica y sus notorias consecuencias sociales, el asunto parece banal. Aunque no lo es, por cierto. Refleja, desde la casi anecdótica pequeñez que aparenta revestirlo, el estado de las cosas. La buena vecindad es un atributo valioso: desde la esfera de lo "micro", se traslada a lo "macro". Pero acaso no corresponda atribuir toda la responsabilidad a los particulares. El Estado municipal debería proponer soluciones, sobre todo si se toma en cuenta la elevada cantidad de mascotas que existen en la ciudad. Espacios exclusivos para que defequen -los llamados "baños para perros"- existen en abundancia en capitales europeas. Aquí, son la excepción a la regla. Acaso el "mix" entre aportes infraestructurales y un radical cambio de conducta en los dueños de los animales constituiría la receta para resolver un problema tan engorroso que hasta resulta incómodo destinarle líneas en una columna editorial para advertir sobre su pertinaz presencia.


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