Año CXXXIV
 Nº 49.296
Rosario,
sábado  10 de
noviembre de 2001
Min 15º
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Reflexiones
Ya es tarde para querer a Lucía

Jorge Salum

¿Por qué ahora, después de tantas notas, no consigo recordar su cara? ¿Por qué debo recurrir al archivo y embarcarme en el ejercicio de adivinar cuántos años tenía en cada retrato tomado por mis compañeros reporteros gráficos? ¿Tendría 14 en ésta, o quizás 15? ¿Y en ésta otra? ¿Y en aquella?
Ahora da vueltas por mi cabeza nuestra última conversación. "Tenés que ayudarme", dijo, y sentí que pedía demasiado. ¿Qué podía hacer un periodista para que su papá no la rechazara?
Ella suponía, quizás porque sabía que sus días se acortaban dramáticamente, que desde el diario podíamos influir sobre los jueces, y a la vez que los jueces podrían convencer al padre para que la quisiera. "¿No podés hablar con los camaristas para que el fallo salga pronto?", preguntó la última vez, cuando todavía caminaba y aun podía darse una vuelta por los Tribunales para reclamarle a la Justicia que convenciera a su papá para que la quisiera y la ayudara.
No pedía cosas materiales sino cariño. No reclamaba fortunas sino apenas una ayuda para sostener sus estudios de canto. No exigía nada que su papá no pudiera darle. Lo único que quería era un poco de atención, algo de afecto. Es decir, nada de lo que cualquier hombre con sangre circulando por sus venas no deba brindarle naturalmente a sus hijos, sin que medie ningún ruego y, mucho menos, la orden de un magistrado.
Tenía, además, mucho para dar. Necesitaba ver a su papá, quería acariciarlo, creía que podía convencerlo de que era una chica querible por más que él pensara que no. Soñaba con cosas simples. Con contarle personalmente que había cantado en el teatro Colón, por ejemplo, y que Alfredo Alcón le había regalado un hermoso ramo de rosas blancas. O con susurrarle al oído que a veces, en las noches, sentía miedo. Miedo a los tumores. Miedo a la muerte, en definitiva.
Empezó siendo la protagonista de una buena historia para contar en el diario pero terminó siendo una amiga. Por eso ahora puedo decir que en realidad estaba tan preocupada por su hermana Florencia como por ella misma. Quizás fue porque sabía que los mismos tumores que a los 9 años le arrebataron la vista también acortarían su vida. O tal vez porque su corazón era demasiado grande.
Un día quiso avisar que estaba mal. Dejó un mensaje en el celular y envió a Norma, su mamá, al diario. No sé por qué no respondí, y decir ahora que fue porque estaba muy ocupado sería tan absurdo como admitir que ella sólo me interesaba como la pobre chica que protagonizaría la historia del día. Yo la quería y no fui al hospital a decírselo cuando más lo necesitaba.
Ahora Lucía Cattaíno Les ya no está. Su vida se apagó. Lo leí en el diario del domingo y ni siquiera estaba en la ciudad. Ahora la tristeza y la culpa por no haber respondido a sus últimos llamados se codean en una pulseada sin sentido, tan inútil como intentar persuadirla que ni el diario ni los periodistas ni los jueces podían convencer a su padre. Ahora, en serio, habría que pensar en Florencia, que sigue sufriendo pero al menos continúa viva.


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