Año CXXXIV
 Nº 49.295
Rosario,
viernes  09 de
noviembre de 2001
Min 13º
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El silencio
Las calles de las gangas a granel

Jorge Riestra

Visto el centro de la ciudad como una piedra preciosa, visto de ese modo por la ciudad, rutilante, lujoso, distinguido -y aun aristocrático, palabra cumbre en un país que no había conocido la aristocracia-, admitía la presencia de calles que lo atravesaban como estiletes, por comparación, herrumbrados, donde la gente humilde -los barrios cercanos y lejanos- se abastecía de artículos y productos de bajo precio y disminuida calidad. Calles criadas al calorcito de la gallina de raza que era el centro, al que acompañaban sin alharaca ni pretensiones, o sea conscientes de su función y de sus límites, corrientemente llamadas populares -no un mercado, pero no muy lejos de serlo-, con la carga de desmerecimiento que soportaba el adjetivo; pues lo popular, propio, entre otras acepciones, de las clases sociales menos favorecidas, estaba, para los sectores de recursos, sanguíneamente unido a lo vulgar. Y si de algo huía el centro auténtico, el de la ropa cara, los muebles de estilo y las escaleras alfombradas, era de ese sambenito infamante. Contemplado el centro como un transatlántico soberbiamente iluminado -baile de gala en la cubierta alta-, en cuya bodega, tercera clase con pasaje de retorno, se agrupaban las calles de las gangas a granel; parecidamente, en un tiempo, habían viajado los inmigrantes, pobres todos y casi todos semianalfabetos.
Los cambios que con distintos ritmos caracterizaban al centro, tenían un peso irrelevante en esas veredas que habían quedado rezagadas por no saber -o no querer- acordar su paso con el del progreso; residuales, por lo tanto, desde la óptica de la arteria principal, de su prestigio en la ciudad y fuera de ésta; pues sus luces, o abarcativamente su esplendor, barría lo levantado por el hombre desde el dorado ombligo hasta una línea trazada a cincuenta kilómetros de distancia.
Sin embargo, estas calles no eran suburbio ni enclave de la pobreza extrema. Porque de haber sido suburbio, la ciudad, a partir de su pecho de caballo de arreo, el centro propiamente dicho, las habría empujado hacia afuera, implacablemente las habría expulsado; puesto que las afueras era el lugar que la historia le asignaba al arrabal, dando por supuestos su sordidez y su carácter de asilo real o probable del delito y de la "mala vida", aun cuando el delito, en la urbe que venía, la de la indigencia y la avidez sin término, regado por aspersión el malandrinaje de traje y maneras cultivadas, tuviera el don de la ubicuidad, y la "mala vida", organizada industrialmente y hasta gozando de la protección del poder, floreciese a cinco minutos de colectivo del corazón de la ciudad. Y si hubieran sido pobreza extrema, el centro, sin ayuda de nadie, las habría borrado del mapa, tanto lo edificado como a su gente, considerando que aquélla era sinónimo de suciedad, abandono y prostitución barata. (Cuarenta años después, ya en la era de los dos países, el de los ricos y el de los pobres; de las dos ciudades, la de los ricos y la de los pobres, y de los dos mundos, el norte rico y el sur pobre, cierta clase media acomodada, dispersa por la megalópolis que todo lo invadía, hablaría metafóricamente, de fumigar las villas.)
Como sucedía en los baluartes del refinamiento y lo suntuario, allí también la vida comercial, una colorida mezcla de vivacidad, fisgoneo y ansiedad, le achicaba la cancha, hasta desdibujarla, a la vida familiar. Para encontrarla o deducirla había que mirar, hacia arriba, los balcones que si ya eran viejos en 1940, con sus esqueléticas rejas de hierro negro y la angosta balaustrada de metal, mucho más lo serían en 1960, cuando empezaban a reciclarse los locales de las plantas bajas, la larga sucesión de bazares, tiendas, zapatillerías, mercerías, perfumerías, relojerías, loterías, hoteles de 1910 en estado de agonía, encorsetados hotelitos para los cuales jamás habría de girar la rueda de la fortuna y casas de pensión en las que anclaban los provincianos que podían darse el lujo de alquilar una pieza en una casa de pensión; y todo tipo de baratillos que olían fuertemente a cuero y a géneros, a quesos, fiambres, especias y yerbas.
Mirar hacia arriba, entonces, pues por esos balcones de aire prehistórico se asomaba la vida de la gente: las ventanas abiertas, la ropa tendida, los manojos de begonias y malvones, las radios encendidas, el llanto de un chico, el vozarrón de un hombre, el canto o el chillido de una mujer.
También en esas calles donde había de todo como en botica y a precios de ocasión, la compra era necesaria y la venta, sagrada. Lo demás, el arriba y el abajo, el suelo, el cielo y la cara de la multitud, era absolutamente desechable, casi una piedra puesta en el camino de unos y de otros; porque el vendedor le apuntaba al más corto y el comprador al más seguro.



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