Año CXXXIV
 Nº 49.290
Rosario,
domingo  04 de
noviembre de 2001
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Se requieren decisiones drásticas para cortar el despilfarro
Para gobernar el país hace falta algo más que administrar el Estado
Más ministros, jueces privilegiados y diputados que se aumentan el sueldo. Cómo cambiar el rumbo

Antonio I. Margariti

El jueves por la noche, con una inexplicable demora que alteró la puesta en escena, sin dar la sensación de que estaban a punto de tirar la toalla y abandonar el combate. Desde ese punto de vista el discurso del presidente fue impecable porque es la primera vez que, en dos años, se mostró conectado con la realidad que todos soportamos. Pero fiel a su estilo flemático, dubitativo, desconfiado y vacilante el plan integral terminó siendo una tímida propuesta de concordato para los acreedores locales.
La postergación del discurso presidencial por más de una hora no auguraba un escenario feliz para los anuncios, pero la veloz utilización del micrófono por la ministra Patricia Bullrich, la increíble maniobra del neo ministro Sartor al exhibirse inopinadamente detrás del atril y las oportunas disculpas que brindó Cavallo corrigieron en parte el lapsus organizativo. El acto se parecería a la audiencia judicial cuando un deudor pide la convocatoria de acreedores y presenta la propuesta de "acuerdo concursal" frente al juez y a todos los que tienen créditos verificados.
Fuera de las medidas intranscendentes como la de reducir tres puntos del IVA a quien compre con tarjetas de crédito o aceptar el cobro del crédito fiscal con acciones cuando la DGI no tenga nada para llevarse, el plan se compone de dos partes: la rebaja de los aportes obligatorios al sistema de AFJP y la conversión de la deuda para los inversores locales rebajándoles la tasa de interés a menos del 7% y estirando los plazos. Pero al mismo tiempo el plan presentó flancos muy vulnerables:
u No pudieron exhibir la garantía ni el apoyo del Fondo Monetario Internacional (FMI).
u No consiguieron el adelanto de los desembolsos antes de fin de año.
u Omitieron toda referencia a la reforma del Estado.
u No explicaron cómo van a imponer la austeridad fiscal del déficit cero a una clase política soliviantada y dispuesta a embargarle los fondos la Nación.
u Con estas luces y sombras el plan sólo puede funcionar si todo el mundo cree que va a funcionar.

Un tema que se elude
En estos días angustiosos, ponerse a pensar en la situación del país y tratar de entender lo que sucede es empeñarse en una tarea verdaderamente insalubre, pero no hay más remedio que hacerlo si queremos ponernos de pie y comenzar a caminar.
Es cierto que las cosas no son simples sino complejas y que no existe una sola sino muchísimas causas que explican lo que sucede, pero dentro de la multitud de cuestiones que podríamos considerar como causantes del estado calamitoso que hoy muestra el país, hay un tema dominante y que merece una inmediata intervención. Se trata de la extrema desvirtuación de la función de gobernar y la acelerada pérdida de racionalidad y respeto a las reglas que exhiben nuestros gobernantes.
La incultura generalizada de muchos dirigentes, la ignorancia supina sobre cómo funciona la economía, la pérdida del sentimiento de pertenencia histórica, la desaprensión por las normas morales evidenciada en actos de corrupción institucionales que no son sancionados, la actitud de hacer lo que se quiere y no lo que se debe, la adulteración del espíritu de las leyes y la vacuidad de las palabras que ellos expresan en sus declaraciones comprobamos con asombro y tristeza que ellos no toman conciencia de que están arrasando el país, que desprestigian las instituciones de la democracia, destruyen las empresas nacionales y aniquilan la esperanza de la gente, igual que los talibanes de Afganistán cuando dinamitaron la milenaria estatua de Buda construida en épocas del imperio Kusäna.

La confusión de la dirigencia
Lo que ocurre es que nuestros dirigentes, aun aquellos bien intencionados, no distinguen entre lo que representa administrar el Estado y gobernar el país, confundiendo una cosa con otra. Administrar el Estado significa dirigir un enorme e inorgánico complejo compuesto por miles de reparticiones y empleados públicos que se encargan, bien o mal, de la actividad legislativa, jurisdiccional y ejecutiva. Pero gobernar el país es una cosa muy distinta a administrar el Estado y consiste en detentar el mando político para fomentar el bien común de la sociedad -no el bien particular de los componentes del Estado- con el fin de impartir justicia, lograr la paz social y asegurar el bienestar económico a todos los habitantes. Hoy el Estado está quebrado y endeudado hasta la coronilla, pero el país está escorado y deprimido porque soporta ese pasivo ajeno.
Aquí está el verdadero nudo de la cuestión que hoy nos agobia, porque entre nosotros se piensa que "gobernar" consiste en apoderarse de los resortes del Estado para lograr ventajas partidarias, acomodar a los amigos y aumentar el patrimonio particular, asegurándose una renta vitalicia que nunca podrían lograr por méritos propios. Si no es así ¿qué otra cosa entienden por gobernar los funcionarios que recientemente adoptaron insólitas medidas en medio de las crisis terminal que padecemos?
El presidente de la República -que exige un duro reajuste presupuestario a las provincias- acaba de reformar su gabinete aumentando en cuatro el número de ministerios y agencias sociales para arreglar cuestiones de interna partidaria; el recientemente designado ministro de Desarrollo Social, cuyo traslado patagónico sorprendió a todo el mundo, en su primer acto de gobierno designó a su propio hermano como secretario de Estado y luego intentó quitarle a la ministra Patricia Bullrich fondos para gastos sociales por 20 mil millones, negándose a firmar el decreto dispuesto por el propio presidente de la República; los diputados no sólo mantienen intactos sus elevados gastos sino que duplican las remuneraciones de los directores que dependen del Congreso; los senadores con mandato vencido, capitaneados por un veterano profesional de la política, han resuelto secretamente designar en planta permanente a los centenares de ñoquis y asesores que los acompañaron en su sospechosa función; los miembros de la Corte y algunos jueces provinciales garantistas interpretaron distorsivamente las normas constitucionales para atribuirse el privilegio de eximición del ajuste presupuestario que todo el mundo soporta; los gobernadores rechazan un acuerdo de coparticipación porque les repugna la idea de manejarse con austeridad y exigen al presidente de la República el dinero de un convenio imposible de cumplir, firmado por Machinea. Ahora amenazan, como un coro cacofónico, con juicio político y el embargo de todos los fondos nacionales si no les entregan recursos inexistentes para gastarlos a sus anchas.
Para ponerlos en caja no valen las triquiñuelas del ministro coordinador, ni las ingenuas búsquedas de consenso que pretende el presidente, ni las bravuconadas del ministro de Economía. Nada de esto sirve para disciplinar a los que no reconocen límites legales ni éticos para gastar el dinero público y la circunstancia de todos tengamos que pagar sus despilfarros no les hace mover ni un pelo. Ellos sólo podrían ser puestos en su lugar si el presidente y el ministro de Economía se animan a utilizar los poderes especiales concedidos por el Congreso Nacional para sancionar la siguiente legislación de orden público:
1º- Una ley de insolvencia o bancarrota del Estado que limite los efectos del default al ámbito de la repartición que lo produce sin extenderlo injustamente sobre toda la sociedad.
2º- Una ley de responsabilidad personal, mancomunada y solidaria para todos los legisladores, jueces y funcionarios que sancionen leyes, dicten sentencias o tomen decisiones sobre dineros públicos que afecten a la sociedad civil aumentando sus cargas impositivas o financieras.
3º- Una ley de prohibición total para contraer nueva deuda pública y otorgar avales del Estado.
4º- Una ley que determine sanciones patrimoniales y penales para los legisladores o concejales que aprueben presupuestos con déficit fiscal y los funcionarios de los tres poderes que autoricen gastos por encima de lo que se recauda con impuestos.
Sólo de este modo, Fernando de la Rúa y Domingo Cavallo podrían llevar adelante su plan de reestructuración de la deuda al distinguir con claridad que una cosa es administrar el Estado y otra muy distinta gobernar el país.


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