Año CXXXVI
 Nº 49.286
Rosario,
miércoles  31 de
octubre de 2001
Min 13º
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Reflexiones
Al abordaje

Stella Maris Brunetto

Patas de palo, garfios y loros al hombro, los piratas, filibusteros y corsarios también soportaban encías sangrantes, caídas de dientes y, en el peor de los casos la muerte, provocado todo por el escorbuto. Enfermedad producida por la carencia de vitamina C, se hizo fuerte cuando los viajes empezaron a extenderse fuera del mundo conocido. América y sus tesoros cobraban un alto precio para los navegantes que se internaban en el mar durante meses con una dieta en la que no cabían los alimentos frescos, fuente de la preciada vitamina.
Tripulaciones enteras diezmadas por el escorbuto habrían agradecido si la asociación que alguien hizo entre la falta de frutas, verduras o carne frescas y la enfermedad, hubiera llegado a tiempo. Gracias a este descubrimiento casual y anónimo, los capitanes empezaron a incorporar jugo de cítricos en las provisiones de los barcos de ultramar y no se tardó mucho en intentar agregar carne ahumada que soportaba largas travesías sin descomponerse.
Este método de conservación por ahumado o boucan, originario de la cultura de los caribes, consistía en poner sobre parrillas (la barbacoa) al fuego alimentado con ramas verdes productoras de humo, tiras de carne de jabalí. Así, la carne cruda se conservaba durante bastante tiempo, el suficiente para llegar a puerto y reabastecerse.
Surgen, entonces, los bucaneros, grupo heterogéneo de malvivientes, esclavos fugados, europeos no españoles huidos de Barbados e instalados en la isla de la Tortuga en la que empezaron la rentable industria del boucan con la que abastecían a los barcos. Se internaban en la jungla vestidos con chaquetas y pantalones de lino, polainas, mocasines y camisas que nunca lavaban, armados con machetes, cuchillos y fusiles larguísimos. Acompañados de un séquito de sirvientes, desarrollaron una excelente puntería para ahorrar pólvora y se untaban la cara y las manos de grasa para evitar la picadura de los mosquitos a los que temían más que a las serpientes de cabeza de lanza.
Si bien eran aguerridos y audaces, su actividad no dejaba de ser un emprendimiento industrial alejado de la piratería. Hasta que el gobierno español, harto de estos grupos que comerciaban con buques enemigos, inició una cacería de bucaneros. Y estos respondieron declarando la guerra total a los godos. Henry Morgan, uno de los últimos bucaneros, consiguió, hacia el final de su vida, el perdón real, un título de nobleza y el cargo de gobernador de Jamaica.
En esa isla terminó sus días, alejado de la pólvora y el boucan, añorando, quizás, la época en que se internaba en la selva con su gorra de lados recortados y corta visera protectora, esa que hoy, en versión moderna, usan los jinetes y los jugadores de béisbol.


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