Año CXXXIV
 Nº 49.269
Rosario,
domingo  14 de
octubre de 2001
Min 12º
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Opinión: La rutina más límpida de todas

Sebastián Riestra

En la Argentina, muchos de los actos cuyo sentido reviste trascendencia profunda ocurren en días como hoy, domingo. Desde la esfera familiar -ese almuerzo que reúne a todos- hasta la deportiva -¿hace falta aludir a la ceremonia del fútbol?-, jornadas domingueras son el espacio en que se desarrollan ciertos hechos que, en este país, ocupan parcelas en el tibio terreno que se reserva a lo sagrado. Los domingos, sí, también se vota. Como hoy. Y aunque cada vez son más, por suerte, los argentinos para quienes ese hecho es rutina pura, sólo desde aquella fecha clave que fue el 30 de octubre de 1983 se ha vuelto posible la constante repetición que, acaso para demasiada gente, ha perdido gran parte de su sentido. Y es una pena.
Porque costó, sin dudas, un elevado precio convertir a la democracia en costumbre. Una costumbre saludable, la más límpida de todas las que puedan caracterizar a una sociedad civilizada. En ese sentido, muchos errores signaron el camino de la República a lo largo del pasado siglo desde el fatídico e inaugural 6 de septiembre de 1930, cuando una asonada militar de funesta memoria derrocó al presidente Hipólito Yrigoyen. Y el último de esos errores debe ser calificado, lisa y llanamente, de tragedia. El golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, que inauguró el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, dejó sobre esta tierra un tendal de muertos, además de marcar por mucho tiempo con los indelebles signos del terror a todos los ciudadanos. Las huellas de la pasada dictadura distan de haberse borrado; es que, terriblemente, tal vez hayan creado una sombra que llevará muchos años aclarar. Aunque cada voto que se deposite en una urna contribuya a cerrar las heridas.

La continuidad es la clave
Habrá que votar, entonces, y seguir votando para que la libertad, ese bien inapreciable (y que por haberse transformado en hábito, ya muchos no registran), se consolide y dé paso, imperceptiblemente, a una nueva conciencia. El escepticismo que numerosos argentinos experimentan en el presente, y que dio paso a las altas cifras potenciales de votos en blanco, nulos o impugnados, debe convertirse en participación concreta y convencida a la hora de modificar el estado de las cosas. No es desde el simple rezongo que se lograrán los cambios, que tampoco llegarán -hay que remarcarlo- en un día. Para eso también habrá que votar, y seguir votando. Y, sobre todo, habrá que hacerlo con la plena certeza de que no existe mejor sistema de gobierno y que, entonces, los males que los pueblos puedan padecer son hijos, en última instancia, de sus propias decisiones. Y que sólo esos mismos pueblos podrán dar a luz, con trabajo, a las dirigencias que los conduzcan por el mejor camino. Y eso también, claro, se conseguirá votando.
Por eso la jornada de hoy, cuando otra vez se celebre la más trascendente de las ceremonias laicas, tiene un sentido que no debe escapar a la percepción de nadie. El pequeño instante en que el sufragio caiga, silencioso, en el interior de la urna contiene, en su ínfima dimensión temporal, un mensaje contundente: el de la permanencia de un rito que el país necesita como el agua para limpiarse de las lacras que todavía lo lastiman. En la duración de esa transparencia, en la vigencia de ese gesto se esconden las respuestas que permitirán construir el futuro.


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