Año CXXXIV
 Nº 49.206
Rosario,
domingo  12 de
agosto de 2001
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Marruecos: El complejo jardín de Dios
Traslados en camello, confortables tiendas y médanos inexpugnables enmarcan la inolvidable aventura por las arenas del Sahara

Patricio Pron

En el relato de Jorge Luis Borges "Historia de los dos reyes y los dos laberintos" hay un rey que visita a otro, que lo invita a conocer el maravilloso laberinto del que es dueño. El rey extranjero se pierde, vaga incesantemente y al final ruega por auxilio. Humillado, dice que alguna vez tendrá oportunidad de mostrarle a su anfitrión el que posee en su país, y se marcha. Poco tiempo después regresa con un poderoso ejército, arrasa la ciudad y captura al rey. El conquistador cabalga con el vencido en su grupa y luego lo baja y lo libera de sus ataduras. "Este es el laberinto que yo poseo" le dice y lo deja solo en el medio del desierto, donde el rey muere de sed y desesperación.

El largo viaje
Volví a pensar en esta historia en Marruecos, mientras viajaba en la caja de una camioneta desvencijada en dirección al desierto. A mi lado dormitaban Hassán y Mohammed, dos jóvenes que conocí en el soco o mercado de Fez mientras buscaba una alfombra beréber. Mis amigos eran sobrinos o hijos, nunca lo supe bien, del dueño de la tienda de alfombras y fuimos presentados mientras comíamos en la penumbra, disfrutando del agasajo con que en ocasiones los comerciantes marroquíes obsequian a sus compradores si éstos han sabido regatear dignamente; si han jugado bien ese juego de ofertas y contraofertas que todos los musulmanes aprecian.
Estábamos en el fondo de la tienda comiendo alcuzcuz, una comida típica a base de sémola, papas y carne que se come ayudándose con piezas de pan que se sostienen con la mano izquierda en forma de pinza, cuando Hassán me contó que trabajaba ofreciendo guías turísticos en el desierto. No hablamos de precios ni entonces ni después: él y Mohammed me invitaron a viajar con ellos al sur en agradecimiento por mi compra, por la simpatía mutua que sentíamos mientras bebíamos té de menta en la penumbra de la tienda de su padre o de su tío, nunca lo supe, rodeados de alfombras de dibujos fascinantes.
Al día siguiente subimos a la caja de un viejo camión y dejamos Fez primero y luego Marrakech, esa ciudad deslumbrante donde se pueden escuchar todas las músicas de Marruecos. Entre los picos siempre nevados del Atlas volví a pensar en la historia de Borges. Mientras salíamos de las montañas nos tropezamos con un "uad", uno de esos ríos que se forman espontáneamente cuando llueve en las montañas, y tuvimos que regresar y buscar un pequeño hotel donde dormir para volver a intentar el cruce al otro día. Al adentrarnos en el desierto una sola línea, que parecía trazada con un hilo en la arena, dividía lo que era carretera de lo que no lo era. Frente a nuestros ojos, el sol del segundo día de viaje caía sobre la superficie roja y dura del desierto cuando saltamos del camión en un puesto a partir del cual el camino era impracticable y tomamos los camellos.

Tierra amarilla
El Sahara es el desierto más largo del mundo. Si pudiera extenderse una línea entre su límite norte en el Atlas y el mar Mediterráneo y su límite sur en el mar Rojo, mediría entre 1.290 y 1.930 kilómetros. Excepción hecha del Valle del Nilo, el Sahara tiene apenas dos millones y medio de habitantes, menos de uno cada dos kilómetros cuadrados. Es probable que esta desolación, y el hecho de que se trate de uno de los medioambientes más hostiles del mundo, hayan influido en la atracción que tanto occidentales como orientales han sentido por este desierto desde el comienzo de los tiempos.
En cualquier caso, las extremas condiciones climáticas y la falta de agua crearon una pujante cultura nómada de ganaderos y comerciantes, la de los beréberes. Estos ofrecieron una tenaz resistencia al dominador romano y, entre los siglos siete y once, adoptaron el Islam sin abandonar por completo su cultura. Un ejemplo de esto es el grado inusual de libertad, en un país islámico, que goza la mujer en su sociedad.
Tenaces opositores de la ocupación francesa de 1830 a 1962, los beréberes destacaron en la lucha por la independencia de Argelia, donde su lengua, el tamazigh, sigue siendo discriminada. En Marruecos, del otro lado de una frontera imprecisa trazada en la arena del desierto, la situación no es mucho mejor.
El 6 de noviembre de 1975 trescientos cincuenta mil marroquíes se lanzaron enarbolando banderas verdes -tradicionalmente el color del Islam- y retratos de Hassan II a ocupar el Sahara Occidental, enardecidos por consignas nacionalistas. Esta "ocupación" pacífica de la antigua colonia española ocultaba el ingreso de veinticinco mil soldados marroquíes, y abrió paso a dieciséis años de lucha entre el ejército marroquí y la guerrilla independentista del Frente Polisario que se cobró miles de muertos de ambos lados y llevó a la creación de una República Arabe Saharaui Democrática, proclamada en la zona argelina de Tinduf por los beréberes que huían de la represión marroquí.
En 1991 se iniciaron gestiones diplomáticas patrocinadas por Naciones Unidas tendientes a un referéndum de autodeterminación, pero desde entonces no se ha avanzado ni un ápice, los refugiados no han podido retornar a sus hogares y los antes orgullosos dueños del desierto han visto la progresiva pérdida de su idioma y de su cultura.

La tienda negra
Las casas de los beréberes, y la de Mohammed y Hassán no eran la excepción. Consisten en una construcción baja de telas superpuestas a modo de carpa que, desde lo alto de los camellos, se divisan claramente. Allí puede uno refugiarse del calor del día y del frío de la noche que, lo comprobé durmiendo al sereno, puede llegar a ser mucho.
El amanecer que siguió a esa noche fue uno de los más impresionantes que me haya sido dado ver. El sol dibujaba sombras largas en los médanos que, vistos desde cierta altura, parecían inexpugnables y eternos, no mera arena. Enterados del comienzo del día, los camellos de Hassán -una docena, de varios pelajes- empezaban a quejarse y a morderse entre ellos. Aunque parecen sinónimos del desierto, la aparición de los camellos es tardía, puesto que no fue hasta el siglo III después de Cristo que desplazaron al caballo en las rutas comerciales. En el desierto pude comprobar que todo lo que se dice sobre ellos es insuficiente: no sólo tienen pésimo carácter, sino que también son torpes, indolentes y rencorosos, y pueden llegar a darte coces o a morderte por algo que les hayas hecho semanas atrás.
Mohammed me contó, mientras comíamos, la historia de su familia: todos fueron nómades hasta el cierre de la frontera argelina, hace unos veinticinco años, cuando su padre tuvo que instalarse en el lugar en el que nos encontrábamos y comenzar a criar cabras mientras esperaba juntar el dinero suficiente para radicarse en la ciudad. Esa historia me era conocida: la declinación del nomadismo pastoral, comenzada en Marruecos con la anexión del territorio saharaui y el cierre de la frontera, se aceleró con el cambio de las condiciones económicas, la degradación del medioambiente en las zonas petroleras y la persecución administrativa, desde cuya óptica los nómades siempre son un problema.
Familias completas como la de Hassán y Mohammed tuvieron que asentarse en oasis y pueblos, con el resultado consiguiente de superpoblación y pobreza. Mientras me contaba su historia, pensé que Mohammed era menos beréber que su madre, y que sus hijos lo serían aún menos. Me apenó pensar que una cultura desaparecía, que los vastos espacios vacíos del desierto que habíamos recorrido en silencio con los camellos unas horas antes pronto serían ocupados por otras cosas. Un atardecer, dos días después de haber llegado, tuve oportunidad de comprobar qué era lo que reemplazaría a esa cultura de hombres fuertes y generosos.

El turista incómodo
Hassán había ido a buscar el contingente de turistas de ese día y allí estaban. Habían pagado unos cincuenta dólares por una excursión de tres días al sur marroquí que incluía una noche en el desierto y estaban locuaces y exhaustos. Un inglés ruidoso nos puso al tanto de las novedades: un sueco se había caído de un camello pese a que el animal todavía no había comenzado a andar.
Alguien preguntó dónde estaba el baño. Nadie acababa de explicarse qué hacía yo allí y me trataban con la indolencia con la que algunos turistas tratan a los nativos, dondequiera que vayan.
Esa noche Hassán y Mohammed cocinaron tayyin, una comida típica a base de papas y carne, y luego de comer miramos de nuevo atardecer como si se tratara de un espectáculo renovado. Hassán cantó canciones beréberes junto al fuego y algunos balbuceamos melodías de nuestras tierras, hasta que el sueco que se había caído del camello nos pidió que nos calláramos.
El día siguiente los turistas debían marcharse, pero antes Hassán y Mohammed tuvieron que exponerse a la incómoda y obligada sesión de fotos: Hassán sonriendo junto a una coreana, Mohammed sosteniendo un camello, etcétera.

El desierto recluido
Volví a pensar en esta historia en Marruecos, mientras viajaba en la caja de una camioneta desvencijada en dirección al desierto. A mi lado dormitaban Hassán y Mohammed, dos jóvenes que conocí en el soco o mercado de Fez mientras buscaba una alfombra beréber. Mis amigos eran sobrinos o hijos, nunca lo supe bien, del dueño de la tienda de alfombras y fuimos presentados mientras comíamos en la penumbra, disfrutando del agasajo con que en ocasiones los comerciantes marroquíes obsequian a sus compradores si éstos han sabido regatear dignamente; si han jugado bien ese juego de ofertas y contraofertas que todos los musulmanes aprecian.
Estábamos en el fondo de la tienda comiendo alcuzcuz, una comida típica a base de sémola, papas y carne que se come ayudándose con piezas de pan que se sostienen con la mano izquierda en forma de pinza, cuando Hassán me contó que trabajaba ofreciendo guías turísticos en el desierto. No hablamos de precios ni entonces ni después: él y Mohammed me invitaron a viajar con ellos al sur en agradecimiento por mi compra, por la simpatía mutua que sentíamos mientras bebíamos té de menta en la penumbra de la tienda de su padre o de su tío, nunca lo supe, rodeados de alfombras de dibujos fascinantes.
Al día siguiente subimos a la caja de un viejo camión y dejamos Fez primero y luego Marrakech, esa ciudad deslumbrante donde se pueden escuchar todas las músicas de Marruecos. Entre los picos siempre nevados del Atlas volví a pensar en la historia de Borges. Mientras salíamos de las montañas nos tropezamos con un "uad", uno de esos ríos que se forman espontáneamente cuando llueve en las montañas, y tuvimos que regresar y buscar un pequeño hotel donde dormir para volver a intentar el cruce al otro día. Al adentrarnos en el desierto una sola línea, que parecía trazada con un hilo en la arena, dividía lo que era carretera de lo que no lo era. Frente a nuestros ojos, el sol del segundo día de viaje caía sobre la superficie roja y dura del desierto cuando saltamos del camión en un puesto a partir del cual el camino era impracticable y tomamos los camellos.



La plaza Jemeaa de Fna de Marrakech, siempre activa.
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Las imponentes arenas del Sahara.
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