Año CXXXIV
 Nº 49.194
Rosario,
martes  31 de
julio de 2001
Min 6º
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Reflexiones
El hombre que fue Génova

Eduardo Haro Tecglen (*)

En Londres la niebla encubría rostros, esquinas, puñales en 1908. En Whitechapel las chicas veían en todos a Jack el Destripador. Sería Mr. Hyde. En los barrios elegantes sólo se temía al anarquista. Había huelgas, estallaban bombas (las dibujaban redondas, como una bolsa negra de boca atada con una mecha que ardía). Había inmigrantes, principalmente letones. Un policía fue penetrando en las redes anarquistas; llegó a ser dirigente. Los siete grandes clandestinos adoptaban los nombres de los días de la semana; este policía fue Jueves. Es una novela de Chesterton que se llama "El hombre que fue jueves: miedo, ambiente y filosofía". Un día descubre que, como él, todos los dirigentes eran infiltrados: los anarquistas no existían. Dice: "Nunca existió un Consejo Supremo Anarquista. Somos un montón de policías idiotas. Y toda esa buena gente ha estado espiándonos como si fuéramos dinamiteros". Pienso en Génova, y en los fantasmales anarquistas de negro. O en Barcelona: policías disfrazados. Hubo hombres que fueron Seattle. Hablo a veces a alumnos de facultades de periodismo y suelo advertirles que crean únicamente la primera noticia de algo; las siguientes vienen ya cargadas de mediadores, de alguna que otra falsedad: si pasa tiempo, llegan a ser completamente falsas. En este caso es políticamente correcto que sean inocentes los muchachos que enseñan sus heridas, la sangre derramada por los guardias del régimen eterno. Pero también es correcto que los guardias se defendieran -lagrimoso relato del que disparó: como si nadie hubiera visto las imágenes, el video- de quienes iban a matarlos. Inventemos, pues, anarquistas. De la línea dura, arcaica. No de aquel que no lanzó la bomba contra el zar por no matar a un niño que le ofrecía flores, sino la del terrorista. No de mayo del 68, sino del Londres de entonces. En 1911 la policía británica cercó a la banda de Pedro el Letón en Sydney Street. Cientos de hombres armados, militares, batallones escoceses, indios. Y llegó el ministro del Interior (Home Secretary) cuyo nombre recordamos bien: Winston Churchill. Está en las fotos: sombrero de copa, fular blanco: la prensa se burlaba de él. Pidió artillería pesada: los cañones destruyeron la casa. Llegaron los bomberos para evitar el fuego; Churchill impidió que actuaran. Cuando entraron, había dos cadáveres sin armas. Se dijo que uno de ellos era Pedro el Letón, que nunca se ha sabido si existió.

(*) El País - Madrid


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