Año CXXXIV
 Nº 49.192
Rosario,
domingo  29 de
julio de 2001
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Entre la devaluación y el default

Antonio I. Margarit

Las publicaciones internacionales especializadas en economía, los análisis de famosos profesores, las recomendaciones de bancos de inversiones, las opiniones de expertos económicos, las declaraciones de importantes políticos mundiales, las evaluadoras de riesgos y los brokers internacionales; todos, sin excepción alguna, señalaron esta semana que Argentina se encamina inexorablemente a un colapso final con dos escenarios posibles: la devaluación o el default. Estas mismas fuentes excluyeron una tercera alternativa. Frente a tan malos augurios la impresentable e inepta clase política que nos ha conducido a esta encrucijada tiene que asumir las responsabilidades. Pero ¿qué porvenir nos espera?

La devaluación del peso
La devaluación del peso significaría dinamitar el último puente de credibilidad que le resta a los políticos, porque a partir de allí todos los argentinos con un poco de sensatez aprenderemos que nunca más hay que creer en sus promesas. Cuando la devaluación se produzca, la pérdida de autoridad será inexorable y a continuación la obligación moral de pagar impuestos quedará hecha añicos: ¿por qué razón los ciudadanos vamos a sentirnos obligados a mantener un Estado mentiroso, que nos traiciona y no es capaz de respetar sus compromisos? y ¿cuál es la razón por la cual el gobierno puede exigirnos el pago de impuestos si en lugar de equidad provoca injusticias, si en lugar de justicia ofrece encubrimientos, si en lugar de bienestar provee miseria y si en lugar de seguridad ampara delincuentes?
La devaluación del peso sería el último acto de la degradación total del Estado argentino después del cual sobrevendrá un incontrolable período anárquico. El efecto impacto dependerá de los experimentados reflejos anti-inflacionarios que disponemos los argentinos: la devaluación provocaría un instantáneo aumento en el precio de los artículos, desatándose nuevamente la hiperinflación porque todos actuaríamos tratando de anticipar sus efectos.
Si el gobierno intentase controlar los precios, provocará un desabastecimiento salvaje y la mayoría de las ventas se harán en negro, con lo cual ni siquiera podría recaudar migajas. Aquellos que mantengan deudas en dólares no podrán cumplir y tendrán que declararse insolventes. Los acreedores, que creían haber garantizado sus créditos en divisas, se verán sorprendidos por el corte de la cadena de pagos. El crédito desaparecerá y sólo podrán hacerse operaciones mediante trueque o en dólares. Los bancos sufrirán fuertes extracciones de fondos y el gasto público se verá reducido en mayor medida que el porcentaje de devaluación. Entonces sí que se producirá el recorte salvaje del gasto y será el llanto y el crujir de dientes para los que viven del sector público porque el Estado no podrá pagar ni atender sus compromisos con proveedores y contratistas. Las obras públicas se paralizarán y los empleados estatales tendrán que esperar meses para cobrar sus salarios, exactamente igual a lo que ha estado pasando con los trabajadores privados cuando sus empresas entraban en convocatoria de acreedores. El nivel de actividad bajará dramáticamente, las inversiones programadas serán anuladas y las compras de insumos reducidas al mínimo. Las empresas no tendrán más remedio que paralizar la producción, suspender obreros y rebajar salarios.

La reestructuración de la deuda
El default es la otra alternativa a la devaluación. Representa la bancarrota y significa la destrucción de los bonos públicos. El gobierno querrá pagarlos pero no puede y ofrecerá canjearlos por otros títulos, pero éstos no serán aceptados. Entonces, lisa y llanamente, se producirá la declaración pública de que el Estado argentino no está en condiciones de honrar sus deudas y suspende el pago de toda amortización e intereses.
Simultáneamente, el gobierno tendrá que ofrecer una reestructuración mediante una quita del 30 o 40%, para cumplir con el resto de las obligaciones y un diferimiento en los pagos con un período de varios años de gracia. Estos anuncios generarán la inmediata caída en las cotizaciones de los títulos públicos a un valor casi cero y por muchísimos años el gobierno se tendrá que resignar a no disponer de un sólo centavo de crédito internacional. Pero la mayor y más funesta consecuencia del default consistirá en que provoca una cuantiosa pérdida en los fondos de inversiones administrados por bancos locales y las AFJP, que los han estado comprando precisamente para poder ofrecer una jubilación decente a los argentinos.
Paradójicamente y al mismo tiempo, el default del Estado argentino generará suculentas ganancias para los bancos internacionales que especularon a la baja alquilando títulos a una tasa del 2% anual, los vendieron en el mercado abierto y esperan recomprarlos cuando el default lleve sus precios a casi cero. En ese mismo momento embolsarán una fabulosa toma de ganancias a costa de nuestras ilusiones y el destino de nuestros hijos.
El efecto inmediato del default en régimen de convertibilidad, no es la hiperinflación sino la hiperdeflación, esto es la caída generalizada de los precios. Las casas que antes valían 100 mil pasarán a valer 30 mil y el stock de mercaderías en supermercados, shoppings y grandes tiendas acusarán pérdidas enormes que pondrán en riesgo la sobrevivencia de estos negocios. Después de la caída de precios bajará la tasa de interés y sólo alcanzará su piso cuando la inevitable deflación haya alcanzado un nivel normal del 1% anual.
Así, dolorosamente se restaurará el equilibrio económico mediante una estabilización con deflación lo que acentuará de manera dramática la depresión que nos envuelve. En este entorno todos aguardaremos que los precios bajen aún más, comprando menos mercaderías y no pidiendo créditos. Consecuentemente la producción, cuya financiación todavía resultará cara, se estancará todavía más a causa de que las antiguas deudas se han vuelto sencillamente impagables. Aumentarán las quiebras y con ellas el paro forzoso.
Así, después del default se produce el ocaso definitivo del Estado irresponsable porque durante más de una década la clase política alentó la loca idea de que podrían obligar a la mayoría de ciudadanos a trabajar en favor de un grupo desaprensivo que se adueñó del poder político.

Tercera opción excluida
Dentro de estos escenarios sombríos, pronosticados por augures, pitonisas, oráculos y vaticinadores internacionales no existe la tercera opción excluida. Pero los ciudadanos honestos de esta patria -cuyo ultraje nos duele- podemos suscitar esa tercera opción. Consiste en tener plena conciencia de que con inteligencia, rectitud de intenciones, claros objetivos y firmeza en las decisiones empecemos a creer que el maleficio puede romperse. Tenemos recursos suficientes pero no los usamos, soportamos vejaciones indecibles sin rebelarnos, toleramos a crápulas y mentirosos sin hacerles pagar las consecuencias de sus actos, nos gratificamos con su presencia y hasta aguantamos la corrupción como si fueran simpáticas avivadas.
Ahora tendremos que apostar a los mejores, a los sabios, a los inteligentes, a los capaces, a los honestos, a los idealistas y a los patriotas. A pesar de esta inicua crisis, generada y mantenida por la clase política, todavía tenemos reservas internacionales por 18.385 millones, requisitos de liquidez en New York por 4.142 millones, inversiones líquidas en el exterior por 88.000 millones y dólares billetes por 27.000 millones, en total: casi tanto como la deuda externa. Si forzamos al gobierno mediante un "ultimátum impositivo" para que adopte un plan simultáneo y coherente podremos destruir el sortilegio que nos aprisiona y expandir la economía como un resorte comprimido que se libera de golpe.
Se trata de exigirles, como última oportunidad, que rebajen el gasto público global en no menos de 10 mil millones mediante el recorte de los bolsones de ineficiencia y corrupción más el desmantelamiento inmediato de las estructuras políticas creadas por el pacto de Olivos: Ombusdman, Auditoría General de la Nación, tercer senador, Jefatura de Gabinete, Consejo de la Magistratura, ignominiosas secretarías y estériles ministerios. Al mismo tiempo que decidan la reforma política, exigirles una profunda reforma impositiva tan simple y dramática que los impuestos puedan ser liquidados por personas que sólo sepan leer, sumar y restar y cuyas alícuotas sean tan bajas que nadie se vea tentado a eludir el pago de impuestos. Simultáneamente, que se libere el mercado laboral del chantaje permanente y del matonaje institucionalizado por eternos dirigentes sindicales. También una inmediata depuración del costo y los procedimientos judiciales para que las sentencias sean rápidas, transparentes, equitativas y tengan efectividad operativa.
Todavía podemos hacerlo aunque el desastre esté a la vuelta de la esquina. Pidamos fuerza a Dios para que un mundo escéptico pueda ver el ejemplo de un pueblo digno.


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