Año CXXXIV
 Nº 49.192
Rosario,
domingo  29 de
julio de 2001
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Chile: A la deriva
En los confines del Pacífico se encuentra Chiloé, "lugar de gaviotas"

Chiloé, la segunda isla más grande de Sudamérica después de Tierra del Fuego, está en el confín del mundo, en los dominios chilenos del océano Pacífico. Es la más grande de las 40 islas e islotes rocosos que forman el archipiélago de Chiloé.
Porciones de tierra que emergen en el mar austral y que en realidad son las cumbres de montañas costeras que bordean el occidente de Sudamérica, donde los desplazamientos de la corteza terrestre y el obstinado paso de los glaciares moldearon un extraño paisaje y abrieron el canal Chacao.
Entonces el Pacífico penetró por el estrecho canal al Valle Grande y formó los golfos de Ancud y Corcovado. Desde esa perspectiva la isla de Chiloé parece a la deriva de todo, separada de tierra firme por apenas 2.300 metros.
Se la conoce por sus tormentas y suelos negros, por ese enorme marisco que se llama "pico de mar" y por sus dos lagos -el Hillinco y el Cucao- que la cortan en dos. Sus 130.000 habitantes dicen que primero son chilotes y después chilenos. Defienden a morir esos 2.300 metros de separación y se aferran a sus tradiciones, leyendas y culturas. Saben que fueron los nativos chonos, verdaderos lobos de mar, los primeros que llegaron a esas islas lejanas.
Y creen que fueron los huilluiches, o mapuches del sur, quienes las llamaron Chilhue, "lugar de las gaviotas", un nombre que devino en Chiloé por acción del tiempo y las costumbres.
Los evangelizadores jesuitas permanecieron en las islas 155 años -de 1612 a 1767-, un tiempo que les alcanzó para construir 79 iglesias y para imponer en el corazón de los isleños el mandato de construir otras 70.
En ese lapso, los colonizadores que siempre venían detrás de los salvadores de almas, llegaron en 1553, y 14 años después fundaron la ciudad de Castro, fortificaron la isla y se enfrentaron a mapuches, daneses y al resto del mundo, en una confrontación que duró 273 años.
Los jesuitas aprovecharon ese aislamiento para consolidar la cultura chilota. No es casual que la última bandera española que flameó en Sudamérica lo hizo sobre el Fuerte de San Antonio, en la bahía de Ancud. Una bandera que no se arrió hasta 1826, ocho años después de la independencia de Chile.
El siglo XIX encontró a Chiloé recibiendo los barcos que bordeaban el Cabo de Hornos y viviendo una época de esplendor. La historia dice que la decadencia de las islas comenzó en 1912, cuando el ferrocarril llegó al sur pero sólo hasta Puerto Montt, y que se profundizó dos años después cuando se abrió el Canal de Panamá y el mundo pudo conectarse mucho más al norte.
Para algunos historiadores estos dos hechos hicieron que las islas cayeran en el olvido. Para otros, en especial para los chilotes, eso fue una bendición. Aseguran que "lo mejor de Chiloé aún está aquí".
En la isla del nuevo siglo XXI, y a pesar de la televisión por cable, la floreciente economía del salmón y la industria del turismo, aún es posible encontrar casas cubiertas con "tejuelas" de madera de arce y granjas con techos de guijarros.
Los rebaños de ganado están por aquí y por allá, las cortinas de encaje cuelgan lánguidamente de las ventanas y la leche llega en tachos enormes. Los coloridos botes de pesca se mecen en la bahía y golpetean contra los muelles. Los chilotes modernos, hábiles constructores de embarcaciones, llevan botas de goma y gorros de lana y las mujeres vestidos floreados.
Los niños viajan en botes escolares, los líquenes trepan por las paredes grises de los cementerios, y sólo cuando la niebla lechosa desaparece se ven las cumbres nevadas de los volcanes Osorno, Michimahuida y Corcovado.
Un día los chilotes advirtieron que su solitario estilo de vida era muy seductor para los turistas, gente curiosa y movediza. Unas 20 familias crearon en 1997 la asociación Agroturismo Chiloé, que aloja a los viajeros en la intimidad de sus hogares.
Les enseñan cómo cultivar la papa y navegan con ellos hasta las pequeñas islas despobladas y al Parque Nacional Chiloé. No quieren parecer lo que no son, sino mostrar que viven en un tiempo simple regido por el sol, la luna y las mareas.
Cuentan leyendas de dioses y serpientes de poderes fantásticos que alumbraron a La Pincoya, la hermosa sirena que protege la vida marina, al Caleuche, el bote fantasma que rescata a los perdidos en el mar y al Trauco, el duende cojo que seduce a las mujeres solteras de la isla.



La colorida y apacible bahía seduce a los visitantes.
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