Año CXXXIV
 Nº 49.178
Rosario,
domingo  15 de
julio de 2001
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Una novela sobre Cecilia Bolocco
Argentina, la hora de los brokers
"La divina Cecilia" convierte a la esposa de Carlos Menem en una ficción clave para entender la Argentina

Abel Gilbert

-Dulcito.
Menem no respondía. Su cabeza descansaba sobre la almohada como una boya en un mar de plumas.
-Du-ul...
La sábana lo cubría a medias. La mano derecha cruzaba el cuerpo y lo embanderaba. El anillo de oro relucía con todos los quilates. Un pie quería escaparse de la cama. Se notaba la reciente acción de la pedicura. Un pie llamativamente pequeño: no coincidía con el tamaño de la cabeza ni del cuerpo. El espejo convexo del techo remarcaba el desequilibrio fisonómico, la proporción transgredida.
-Dul-ci-toooo...
-La chilena tocó su frente (las yemas se le impregnaron de una pátina cebácea). Seguía sin contestar. Esa mañana, el sol del Caribe calcinó desde temprano. Bolocco abrió sus ojos llamativamente antes que Menem, salió a tostarse, se aburrió y volvió a la habitación: todo estaba como lo había dejado. Coelho le habló una vez sobre los adivinadores de los sueños. Le hubiera gustado tener esa aptitud, saber cuál era la materia de los pensamientos de ese hombre rendido.
Quizá soñaba, soñaba con su vuelta, con una jaula, o con un hombre. El hombre podría ser un empresario o un militar, corpulento, de voz ronca o de pito, cara ancha y circunspecta y una capa sobre sus hombros. Elogiaría su inusual puntualidad, le diría, "puntual como los alemanes". Y él: "O como los ingleses". Tomarían dos vasos de pisco isourr, y le contaría, el hombre, que ha vestido por muchos años el uniforme y también es un curioso del arte. Y hablarían difusamente de Boticcelli, de una mujer, un mapa. "Uy, llueve", diría el general. Y él: "Qué raro en esta ciudad". Miraría el cielo: Sirio, el cazador Orión. "Claro, por las montañas", diría el general. Y él, agitando el vaso, con ganas de cortar la conversación: "General, esa mujer es mía, simplemente mía", y se iría dando un portazo. En la calle lo esperaría un coche rojo modernísimo.
-Qué, ¿llegamos?
Menem estiró las manos, abrió la boca para bostezar y exhibió el prodigio de la prótesis dental: un frente perfecto.
-¿Llueve?
-Pero no, si el día es espléndido. Ven acá -dijo Cecilia.
El azote del verano apenas se sentía en aquel resort. La canícula estaba por llegar a su pico, a finales de julio. Pero las cinco estrellas del hotel dominicano eran un reaseguro frente a la inclemencia. Menem abandonó la cama con escasa predisposición. Su cabello estaba grasiento y arremolinado. Las piernitas lo llevaron al baño cansinamente. El duchazo lo despabiló. Le dieron ganas de probar la potencia de su garganta.
-Ay, ay, ay, ay, canta y no llores...
La voz del tenor riojano contagió a su acompañante.
-Porque cantando, cielito lindo se alegran los corazones -Cantó ella, por lo bajo, en un contrapunto jocoso, mientras se meneaba por la habitación como Carmen Miranda: acentuando los quiebres.
Menem retornó renovado. Parecía patinar en sus chancletas.
-Ceci...
Le dio un beso en la mejilla. Ella le respondió con una caricia. Se abrazaron.
-No sabía que te gustaban los marlachis... -le dijo ella al oído.
Y él le explicó que esa canción la conocía de cuando era pequeño, de una chilena que la cantaba en Radio Belgrano de Buenos Aires. Alguna vez tuvo en su casa paterna el disco de treinta y tres revoluciones.
-Rosita... Rosita Serrano.
Era la primera mañana que estaban juntos en la isla. Ella había llegado procedente de Colombia, después de grabar su participación en "Yo soy Betty, la fea". El, de una Argentina que empezaba a naufragar a sólo seis meses del recambio de administradores. Menem aterrizó en la República Dominicana con una comitiva reducida. El valet le había ordenado las prendas según lo indicado: el equipo de golf, los pantalones de tenis, el short de baño, los trajes, las corbatas y los pañuelos, para la noche, zapatos y zapatillas, los perfumes y los amuletos. Los lentes ahumados acentuaban el sino enigmatico de su excursión.
-¿Rosita Serrano?
A ella le gustaba volver a ser niña por un rato. Hacía mohines. Ronroneaba. Se sentaba en sus rodillas.
-La boquita abierta para la papaya...
Era otra vez Pebbles, pero en bikini, aunque a veces se transformaba en enfermera o hija desvivida.
-Te vas a quemar toda la espalda.
-Entonces me quedo en la sombra.
-No, deja que te pongo el protector solar.
-Sí, dale, acá, en los hombros que es donde más me pica...
Menem la tomaba de la mano o de la cintura. Su cintura era un imán. La de una odalisca de pasado flagelante. Si tuviera un zafiro en el ombligo el espectáculo sería perfecto. Pero a ella le alcanzaba con anudarse la camisa.
-Muy pocos sabían dónde descansaba la pareja.
-Que fiesta jefe, ¿no?...
Ni siquiera su hija Zulemita estaba al tanto de la ruta verdadera. El padre le había dicho que viajaría a los Estados Unidos. Había nombrado a George Bush y una convención republicana. Menem se sentía en falta. Le mentía. Su incipiente noviazgo necesitaba trazarse atajos constantes. Eran recorridos "clandestinos". Requerían de la lejanía y el ocultamiento. La complicidad de pocos. A su manera, Menem y Bolocco parodiaban los viajes sin anclaje del "tirano prófugo" en la segunda mitad de los cincuenta. Menem solía compararse con Perón, sentirse no solo el alumno aventajado sino aquel que superó a su maestro. Dominicana le dio la oportunidad de constatar qué lejos había llegado. Perón también estuvo en Dominicana cuando su capital se llamaba Ciudad Trujillo. Allí lo cuidó una mujer que había conocido en la noche panameña. El general vivió en el Canal por nueve meses, tiempo durante el cual alternó el solaz con la escritura de "La fuerza es el derecho de las bestias", su primer líbelo contra aquellos que lo derrocaron en septiembre de 1955. Se alojaba en el Hotel Washington, una mansión rodeada de palmeras, a corta distancia de Colón, la zona de burdeles. Andaba en un Opel sedán. Comía de manera frugal. Vestía con los típicos atuendos caribeños: pantalones y guayabera blancas (sólo le faltaba el sombrero de paja para un completo camuflaje). Los "clubes de playa" le abrieron sus puertas. El alcalde de Colón solía escuchar sus bromas de insomne. Chistes viejos que ya había estrenado ante Stroessner y sus amigos:
-Alaban mi sonrisa y mi dentadura -decía Perón y abría la boca-. Fíjese... son todos postizos, mire que fácil me quito la sonrisa con una sola mano.
-No diga eso, general, usted sigue conservando lo suyo -respondía su antiguo chofer, Isaac Gilaberte.
-¿Usted también con esas cosas?
-De verdad, general, tiene... no se enoje, ¿eh?, tiene.. la sonrisa de Gardel.
A veces, Perón andaba de capa caída. Gilaberte se encargó de que la Navidad de 1955 viniera con un regalo bajo el brazo.
-Va tener una fiesta especial.
Por esos días había llegado a Panamá el coreógrafo cubano Joe Herald con un conjunto reclutado en Medellín. La troupe incluía a una argentina que supo bailar zarzuela en el Teatro Avenida de Buenos Aires y que en su viaje miciático por América Latina experimentó la misma evolución de aquel género: pasó de la inocente picardía al burlesque. Su encuentro con Perón en el Hotel Washington quiso remedar el "flechazo" con Eva en el Luna Park, durante el festival en homenaje a las víctimas del terremoto de San Juan, en 1945. Pero las diferencias entre uno y otro romance fueron más que ambientales.
-Los marcianos llegaron ya/ y llegaron bailando cha-cha-chá -cantaba la orquesta mientras un grupo de chicas con medias enrejadas y tacos de aguja hacía un trencito cadencioso e insinuante en una sala en penumbras. Una de las maquinistas llamó la atención del exiliado: era de estatura mediana y usaba el cabello castaño recogido hacia atrás. Su cuerpo era delgado y erguido. Desde aquel 22 de diciembre, María Estela Martínez -"Isabel" para las fotos del night club Happy Land- fue su sombra.
-Me gusta esa chica. Toca el plano, baila, canta, cocina, administra la casa, haciéndonos la vida más agradable.
-Creo que no le caigo bien, general.
-Pero, ¿qué dice, Gilaberte?
-El chofer prefirió abstenerse de contarle un incidente. Isabel estaba aporreando una mazurca de Chopin cuando el valet la interrumpió con un pedido personal, que tocara "Volver". Los ojos de ella se inyectaron de sangre. Le dijo que no, de ninguna manera, que el general nunca va volver con la frente marchita así que no me moleste más con cosas así.
Isabel pronto se lo sacó de encima. Lo mismo que el estigma de cabaretera. Su currícula diría Çex bailarina clásica" devenida secretaria personal de Perón, confidente, divulgadora esotérica, muro de contención. A su lado, el general se sintió en mejores condiciones de terminar el libro. Hasta se dio el lujo de recibir a periodistas y lanzar brabuconadas. "Cometí un solo error. Evité el derramamiento de sangre cuando estuve en el poder y traté a mis opositores con suavidad. No volveré a cometer la misma equivocación. Van a caer muchas cabezas cuando yo vuelva a Buenos Aires", le dijo al corresponsal del New York Herald Tribune, el 17 de enero de 1956.
En la Argentina, el decreto 4161 de la Revolución Libertadora prohibía nombrar a Perón. El coronel Mario Cabanillas se encargó de hacer "desaparecer" el cuerpo de Eva. En la noche de Buenos Aires se empezó a tramar una respuesta a los militares. Noches de caños y conjuras abortadas. Por esos meses se inicia la correspondencia de Perón con su "delegado" en el país, John Willian Cooke. La relación epistolar es tan delirante como dramática. "Los comunistas somos nosotros", aseguraba el "delegado" sobre la naturaleza del invertebrado movimiento. Elaboraba planes insurreccionales hasta el detalle. "Yo pienso como usted", solía contestarle Perón, pero en rigor lo desautorizaba. Muy cerca del resort donde Menem y Bolocco escondían su romance, Perón le envió a Cooke la carta que terminó con su jefatura interina. "Deben abandonar toda acción directa de ejecución", lo conminó el 18 de junio de 1958. Cooke le siguió escribiendo. "Si usted eligió ciegos sus razones habrá tenido". Nunca más recibió respuestas. Monologó hasta el 21 de febrero de 1966, fecha en que advirtió la inutilidad del ejercicio. Toda una parábola argentina se resumía en el epistolario Perón-Cooke y las conversaciones telefónicas entre Menem y sus amigotes: de la resistencia al resort. La tensión de la letra estilográfica quedaba aplastada frente a las infidencias de un turista accidental y bon vivant que viajaban a través de la fibra óptica.
-El sol te va a hacer mal, dulcito. Sería mejor que utilices una gorra o un sombrero de paja.
-Lo que menos quería la Bolocco era un ex presidente afiebrado.



Para Gilbert, Cecilia es signo de una realidad perversa.
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