Año CXXXIV
 Nº 49.164
Rosario,
domingo  01 de
julio de 2001
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El viaje del lector
Córcega: La isla del emperador

Córcega siempre tuvo un atractivo especial para mí. Desde pequeña había oído hablar de aquel bisabuelo corso que, al emigrar a la Argentina, tradujo su nombre al español. Los años no habían empañado mi entusiasmo y, antes de ir a París a emprender estudios, me había propuesto conocer la llamada "isla de la belleza".
Sobre el puente del Cyrnos, transatlántico en miniatura, me paseaba impaciente, anhelando ver dibujarse en el horizonte las costas de la tierra prometida. La travesía desde Niza duró horas interminables y, por fin, divisé unas cimas puntiagudas coronadas de nubes rosadas: estábamos frente a Ile Rousse.
Desde mi llegada tuve la sensación de hallarme en una tierra diferente. Me inspiraron recelo las mujeres, altas y severas, vestidas de oscuro, con la cabeza envuelta en chales negros; y los hombres, hoscos y taciturnos, que hablaban un lenguaje áspero muy diferente al francés. Pero fue una impresión fugaz: tan pronto como el corso adivina el deseo profundo de conocer su tierra, todo cambia, y una cordialidad hospitalaria sucede a la desconfianza primera.
En mi caso, todo se vio facilitado por la precaución que tuve, de adoptar para el viaje el apellido de mi bisabuelo, Casabianca, volviendo a una tradición con la cual me sentí por completo identificada al respirar el aire de su patria. Este nombre tan difundido en Córcega como Manfredi, Piazza y Pasqua, despertó simpatías inmediatas, sobre todo cuando expliqué que era la primera, luego de tres generaciones de argentinos, que volvía a la cuna de la familia.
Pero Ile Rousse fue sólo la primera etapa y pronto partí para Ajaccio. Bordeando la costa descubrí el "maquis". Esta palabra designaba a los francotiradores de la Resistencia, patriotas refugiados en los bosques y malezas (maquis) que lucharon contra los invasores alemanes durante la II Guerra Mundial. Todavía hoy es el refugio de los perseguidos por la justicia, de los contrabandistas y de los que toman justicia por sus manos. La palabra tiene sabor de aventura, pero de aventura sangrienta, de vendetta, tradición persistente en Córcega.
En Calvi visité la casa natal de Cristóbal Colón, a quien siempre creí oriundo de Génova. Pero los corsos, archivo en mano, prueban que allí vivió, en el siglo XV, una familia de navegantes, los Colón, uno de cuyos miembros se llamaba Cristóbal. La denominación genovesa en la isla confirmaría, según ellos, este dato.
Después disfruté del espléndido panorama del golfo de Porto, de Piana y sus formaciones de roca brillante, que surgen del mar con extrañas formas recortadas (las calanques), y de la iglesia ortodoxa de Cargèse. Llegué por fin una mañana radiante de otoño a la ciudad descripta por Emile Bergeret como "el recuerdo del Gran Corso con algunas casas alrededor": Ajaccio.
Se dice que Ajaccio debe su nombre al fundador: Ajax. Otros afirman que fueron los genoveses quienes la fundaron, pero para Francia, Ajaccio data del 15 de agosto de 1769, día del nacimiento del Emperador. La isla entera está impregnada de su recuerdo y en la capital, más que en ninguna otra parte, se mantiene vivo. La avenida principal se llama Napoleón; uno de los muelles, Primer Cónsul, otro Bonaparte. Los demás miembros de la familia tampoco han sido olvidados: el rey Jerónimo tiene su calle, el rey de Roma un boulevard y la memoria de Letizia, esa mujer que debió ser el verdadero hombre de la familia, está perpetuada en el boulevard de Madame Mère y en la plaza situada frente a la casa natal de su célebre hijo.
Esta casa carece de particularidades exteriores e interiores: algunos muebles de familia, cuadros, un reloj antiguo, la silla de mano de Letizia... Pero cuánto más grato me resultó evocarlo en la playa donde se bañaba siendo niño, o en la gruta Bonaparte en la que solía refugiarse el adolescente rebelde, huyendo del rigor de la disciplina escolar. Verdadera o no esta tradición es tan sólida como el imponente monumento que allí se alza y que lo muestra flanqueado por águilas imperiales.
En el museo de la municipalidad, con hermosa galería de retratos y algunos bustos de mármol, hay una vitrina que contiene el registro de bautismos de la catedral, abierto en el día memorable. Bajamos ahora a la oscura cripta de la capilla Imperial, que data del Segundo Imperio. En ella reposan el cardenal Fesch, tío de Napoleón, algunos de sus hermanos, su padre y "María Letizia Ramolino Bonaparte, Mater Regum". Nunca olvidaré esa capilla porque, al entrar, el guardián vino hacia mí y, mirándome fijamente, me dijo: "Señora, usted es corsa". Presa de gran emoción, sólo pude balbucear una confusa explicación genealógica. "Ví de inmediato, por sus ojos, que usted era corsa", añadió. La frase me abrió la puerta de todos los armarios y reliquias, pues el guardián locuaz y expresivo me hizo ver el tesoro, las casullas bordadas de oro y plata y una especial, riquísima, para oficiar misa en el aniversario de Napoleón.
Por algunas valiosas obras de arte conservadas en la catedral, observé que el Gran Corso no descuidaba su ciudad natal y aunque saqueaba las tierras sometidas en beneficio de París, Ajaccio recibía también su parte.
La plaza De Gaulle, antigua plaza del Diamente, ofrece una visión de la moderna Ajaccio, en marcado contraste con la parte antigua y pintoresca de la ciudad.
La misma posición insular que preservó a Inglaterra de la invasiones, había protegido a Córcega de la voracidad del turismo que, poco a poco, la privaría de su primitiva rudeza.
Pero todo llega. Ahora hay un aeropuerto en Aspretto y centenas de lujosas embarcaciones echan ancladas en sus playas.
Es saludable que sobrevivan algunas humildes aldeas escondidas y que, en ellas, cantores y músicos callejeros sepan conservar, como un tesoro, el misterio que anida en el alma de ese pueblo, a la vez pendenciero y sentimental.
Marta Casablanca



Todavía sobreviven en la isla algunas aldeas escondidas.
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