Año CXXXIV
 Nº 49.145
Rosario,
martes  12 de
junio de 2001
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Reflexiones
Alquimia al plato

Stella Maris Brunetto

A mediados del siglo XV de esta era, los italianos, y más aún el resto de los europeos, todavía no habían incorporado en sus menúes la pasta amasada como la conocemos ahora. Fue Jovanella de Cancio, una joven miembro de una prestigiosa familia de alquimistas, quien parece ser la que descubrió los macarrones en la casa de unos vecinos. Amasados con agua, huevos y harina de trigo duro, muy rica en proteínas, los fideos se robaron el corazón y el paladar de Jovanella, impulsora de su propagación entre los peninsulares.
Y así empezaron su recorrido por las mesas de los campesinos y luego en ferias y mercados esos tubos amarillo pastel, dejados orear al aire seco y cálido antes de ser cocidos y presentados con un condimento de miel y especias que los emparentaba más con los postres que con los platos salados.
Las virtudes de la pasta llegaron a oídos del rey de Palermo y Nápoles, Federico de Suavia, quien ordenó a su cocinero un plato para probar el supuestamente exquisito manjar. Y el rey también cayó rendido ante el sabor de la pasta que quedó incorporada de ahí en más al menú real.
De Italia, los macarrones pasaron a Francia con el séquito que acompañó a Catalina de Médicis para su casamiento con Enrique II. Sin embargo, los franceses resistieron durante bastante tiempo el ingreso de la pasta que tuvo una aceptación mayor cuando cayó la monarquía, dándole al plato un evidente simbolismo republicano. Los franceses incorporaron un misterioso "jugo de pavo real" cuya receta aparece hoy inhallable y que se instaló como único aderezo de los macarrones.
Faltaba aún más tiempo para que la corriente dietética adoptara la pasta en los regímenes de adelgazamiento y también para que apareciera la margarina como sustituto de la manteca.
Como en tantos otros rubros, fue Napoleón quien instituyó un premio al que pudiera encontrar un reemplazo a la manteca que, en épocas previas a la guerra franco prusiana (1870-1871 ) había subido excesivamente de precio convirtiéndose en inalcanzable para las tropas y la oficialidad que necesitaban, sin embargo, buenas raciones de comidas con alto contenido graso para enfrentar los inviernos europeos.
El que consiguió un producto para reemplazar a la manteca, fue el químico francés H. Mege Mouries mediante el ingenioso sistema de mezclar sebo de buey, leche, agua y ubre de vaca finamente triturada. Por enfriamiento se obtenía un producto sólido que se amasaba para mejorar su textura. El resultado: una pasta untable, de gusto desagradable que necesitaba el agregado de sabores y especias para convertirse en un aceptable alimento. Por su lustre nacarado, debido a los cristales de grasa, su nombre deriva del griego margarites que significa perla. La margarina que hoy conocemos, y que se emplea con frecuencia en el aliño de platos de pasta, producida a partir de aceites vegetales que se hidrogenan para darle solidez, no se parece, seguramente en nada a la que las tropas napoleónicas tenían en sus meriendas la que, sin embargo, cubría las necesidades calóricas de los soldados.
Padre y abuelos de Jovanella, alquimistas de raza, empeñados en transmutar el plomo en oro, fracasaron en sus intentos pero la joven, al enamorarse de los macarrones anticiparía la llegada de la margarina, fruto de otra transmutación química para acompañar los rotundos fideos.


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