Año CXXXIV
 Nº 49.124
Rosario,
martes  22 de
mayo de 2001
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Banfield de Primera: Hinchas exiliados
Lejos del barrio los muchachos se aferran a la Peña, un paraavalancha de pasión

Alfredo Montenegro

Con descargas de radio en los oídos y con prolijas desmesuras de la memoria, con pocos espacios en la prensa y con certeros cálculos de la próxima visita del campeón a Rosario, sobreviven los hinchas exiliados. Son fanáticos desperdigados que guardan -en la caja de los sentimientos fuertes- sus ajadas banderas, el gorro que resguarda historias y recortes con las fotos de aquellos gladiadores.
Los hinchas se reponen como pueden de la extirpación del corazón que la vida les jugó. Parecen respetuosos e interesados en los debates sobre Manso y Arriola, pero manotean cualquier artimaña para meter en una conversación la magia de Garrafa Sánchez. Ellos nunca entendieron a esos que se hacen seguidores de un club que no es del barrio, no pueden aceptar que nunca hayan ido caminando a la cancha con el viejo o la barra de la cuadra. Entienden que eso es tan insano como enamorarse de una estrella de cine, esas que no pasan bamboleándose en una bici rumbo a la panadería. "Se es hincha del club del barrio o un traidor" y no hay segundo romance que valga.
Cuando ellos hablan de fútbol hablan de los wines y dirigentes corruptos pero también hablan de otra cosas: el fútbol es un viaje a los años de purretes, los vecinos, las esquinas. No están involucrados en los torneos y competencias porque respiran a salvo de la mediatización de la pasión, el telebeam, la codificación de la nostalgia y de la cordura con sponsor. Ellos mantienen la obstinada rebelión contra la geografía que buscó exiliarlos. Por trabajo, amores u otras desgracias a veces se cambia de domicilio, pero no de barrio.
A los hinchas exiliados nada les dice el cotillón del clásico local o el triunfalismo de los grandes clubes porteños. Sólo aceptan algunas excepciones, el señor rosarino que se enamoró del equipazo del 51, el pibe que conoció al club por la tele y que su padre respetó y acompañó en la decisión.
A veces, la mala suerte se descuida y los ilumina. Resulta que el fixture dice que andará por Rosario el campeón y que tendrán una semana para cargar a muchos, o viceversa. Cuando llega el día señalado se desmarcan de habituales compañías, arrastran a un no muy convencido hijo y, por fin, pueden soltar la venerable frase: "Vieja, me voy a la cancha".
Los hinchas exiliados son soldados malheridos de un ejército desmembrado, buscan escuchar voces de otros sobrevivientes para juntarse y levantar la bandera en plena extranjería. Tienen un olfato especial para abrazarse en medio de la desolación. Si alguien les cuenta que conocen a otro de su club, ahí empieza la interpelación: "Decime el nombre, la dirección, teléfono". Así se van juntando, y mientras afirman que hay más hinchas que encontrar comienzan a tejer una bandera que dice. "En Rosario somos locales".
El 14 de octubre de 1994, en una parrilla rosarina nacía la Peña Banfileña Rosarina en torno a una mesa servida con sabrosos recuerdos. El Pupi Zanetti y los atletas de ayer brincaban en el banquete de la memoria de un barrio que nunca quedó lejos.
"Besuzzo; Gualdoni y Fatecchi; Cuenta, Scavone y De Terá; Alvarez, Faffratti, Alcalde, Saenz y Silvera", rezaba don Bernardo Brown con ritmo de un solemne rap. "Yo iba hasta la estación Rosario Norte a esperar el tren que traía al equipo de Banfield a jugar en Rosario".
Algún memorioso le cuenta a los más jóvenes de aquel equipo de 1941. En ese año, el arquero de Tigre, Jisé Monjo, denunció que dirigentes de Banfield intentaron sobornarlo. La AFA le descontó 16 puntos y parecía condenado al descenso. El último partido del campeonato fue contra Rosario Central y el que perdía descendería. La pelea terminó 4 a 2 a favor de Banfield y Central descendió. La prensa llamó "El Taladro" a ese equipo que agujereaba a todo rival.
"Graneros; Ferretti y el Cachorro Bagnatto; Capparelli, Mouriño y D'Angelo; el Cholo Converti, Sánchez, Abella, Moreno y Huarte", recita otro viejo banfileño. Habla de aquellos futbolers de 1951, cuando por primera vez un equipo chico llegó a disputar el campeonato de primera. Aún no regía la definición por gol average y fueron a un partido definitorio en el que empataron. En el segundo encuentro Mario Boyé le dio el triunfo al Racing que impulsaba Perón. Evita había manifestado su apoyo al Taladro, el equipo más humilde.
"Ahora no vengan con que somos el equipo de Duhalde. Somos los del interminable Gatito Leeb, el Laucha Luchetti, y el grandioso Garrafa Sánchez". Gritaba al mediodía de ayer un hincha del club que volvió a primera: "Qué me vienen con Duhalde, con él entró plata de un bingo comprado por decreto, armaron un buen negocio con el complejo deportivo y con la venta de los pases del Jardinero Cruz, Javier Zanetti, Mauro Navas y César Aquino. Pero en el 93 teníamos una deuda de dos millones que en el 98 se fue a los diez".
Pero ahora, Banfield es de primera y la ciudad sureña está de fiesta. La céntrica calle Maipú baila en verde y blanco y nadie paga las consumiciones en la tradicional pizzería Juancito, mientras recuperan a los gloriosos de todas las épocas.
En tanto, en Rosario, los exiliados se abrazan con familias comprensivas y amigos solidarios que entienden algo sobre el sentimiento futbolero. Los muchachos de la Peña Banfileña Rosarina ya preparan un asado y por unos días molestarán a los rosarinos que tengan cerca cantándoles su hazaña, de nada valdrá tirarles con algo. Están en otra parte porque recuperan el tablón y aferrados al paraavalancha del sentimiento, donde un trapo los sostiene bien parados. Ahora las avalanchas sólo serán hacia arriba.



El gorrito. Cerca o lejos, el testigo de siempre.
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