Año CXXXIV
 Nº 49.122
Rosario,
domingo  20 de
mayo de 2001
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La noche, el río y mi sombra

Diego Oxley

Aquí, sentado frente al río y junto a mi pequeña carpa levantada sobre el arenal brillante que bordea la corriente, me siento liviano y fuerte, seguro y despojado de todas las cargas que nos acumula el mundo. Miro a mi sombra estirarse sobre la playa, como una prolongación de mi cuerpo inmóvil, y mis ojos van delineando su contorno que se pierde entre los camalotes dormidos de la costa. Una luna enorme y pálida, impávida, se alza lentamente sobre la vegetación oscura de la isla, a mi espalda, para irradiar su luz sobre el lomo aquietado del río y escamarlo en plata. Agua salpicada de monedas fulgentes, cielo estrellado y profundo ante mi expectación y una serenidad extendida que me contiene y que me acuna en su infinito silencio.
Acabo de comer un trozo de crestón asado y estoy fumando ahora.
¡Qué lejos están las ciudades, los hombres, sus afanes y sus luchas! ¡Qué lejos las ambiciones, las intrigas, la mentira! Me siento dueño, sin recelos y sin miedo, de este mundo que me rodea y la magnificencia de este paisaje me ha quitado el sueño; mis músculos se han aflojado en este plácido abandono que vengo disfrutando desde hace más de tres horas, mi pensamiento se desplaza sin riendas, ágil y claro.
Renacen mis deseos de moverme y de andar y me pongo de pie para estirar mi cuerpo ansioso y desbordante. En un instante desarmo la carpa y la pliego, recojo los escasos avíos que utilizo para satisfacer mis necesidades más imperiosas y los cargo en la canoa que parece dormitar en su cuna líquida.
Trepo y empuño los remos. Mi camisa está abierta en el pecho a pesar del fresco de la noche, mi cabeza está descubierta y mis pies descalzos. Es como si tuviera necesidad de exponer toda mi piel al contacto de este aire puro, impregnado del perfume agrio del río y de la isla. La visión del Paraná se pierde en la distancia, fundido con el cielo.
Impulso la embarcación hacia el centro de la corriente con vigoroso empuje, mientras siento la sangre tibia correr a flor de piel. ¿En qué rincón de mi vitalidad contenida brotan estas fuerzas que quiero desperdigar? ¿Qué remoto estímulo me conmueve para exaltarme? Estoy moviéndome dentro de una enorme caja de cristal con reflejos de plata que adquieren vida en su bailotear incesante. Me rodea la inmensidad y soy sólo una sombra bajo la serenidad de esta luna.
El impulso del río ha tomado la canoa y la arrastra ahora camino de su viaje, moviéndola suavemente. Suelto los remos y me tiro sobre unos trapos, de cara al cielo, para encender un cigarrillo cuyo humo aspiro con fruición hasta llenar los pulmones. Tengo la impresión de estar suspendido en un punto del espacio, de disgregarme hasta perder el peso y la forma, de convertirme en luz palpitante. Sólo mi pensamiento es concreto y esta sensación de elevada solvencia que me agranda en fuerzas, que me hace invulnerable.
Están lejos las ciudades y los hombres y su influencia no puede llegar a mí para empujarme hasta caer en el fárrago de sus inquietudes, en el cauce vertiginoso de sus espejismos, en el remanso de sus ambiciones. A mí sólo llegan aquellos que están unidos a mis más íntimas resonancias, pero sin embargo, sin prejuicios. Es que yo también estoy desnudo frente a este infinito engalanado de pureza y de transparencia, de silencio y de luz.
Sin embargo, desde el pináculo de este aislamiento sin atenuantes percibo el latido del mundo, su pulso agitado y trémulo. Mi cansancio y mi dolor han quedado junto con mi traje ciudadano, con mi recelo y con mi gesto adusto, allá donde la vida se debate en afanes desmedidos y absurdos. Este río que me acuna en su seno ampuloso, me ha infundido su altiva seguridad, su sereno equilibrio.
El tiempo parece detenido. Mi suspenso se ahonda, mientras siento que la canoa se desliza, gira y se balancea sobre la superficie apenas temblorosa del río.
Me pongo de pie y tiro el cigarrillo apagado que conservo todavía entre los labios.
Miro a mi alrededor.
Sí; estoy moviéndome dentro de una inmensa caja de cristal con reflejos de añil y de plata.
Pienso que es largo el camino del río, que su fuerza es constante. Pienso que la noche ha de prolongarse para mi sosiego y que esta calma me pertenece, junto con el latido más íntimo de esta soledad que no tiene barreras. La noche, el río y mi sombra, se han de fundir para entrar en el infinito.
(De "Soledad y distancias")


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