Año CXXXIV
 Nº 49.120
Rosario,
viernes  18 de
mayo de 2001
Min 8º
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El silencio
Un fantasma recorre la ciudad

A medida que la ciudad, promediados los años sesenta, dejó vislumbrar los cambios que estaban aconteciendo en la comercialización de los productos, o sea al mismo paso con que se oía y difundía la expresión sociedad de consumo, el centro aspiró a afirmar su nueva condición de paseo de compras. Si las grandes usinas del poder mundial habían dictaminado que el eje de la economía pasaba por la venta, al centro no podia bastarle con ser un sitio al que la gente iba a pasear; a pasear sí y cuanto quisiera, pero con la idea de comprar repiqueteando en la mente como las sílabas del último eslogan impuesto por la moda.
Con ese fin comenzó a aglutinar los elementos que luego, multiplicados con afán de infinitud, conformaría lo que se denominó supermercado, hipermercado o shopping, a cuya disposión, con sus sendas interiores y la rutilante exhibicidn de artículos manufacturados, se la engalanó, precisamente, con la calificación de paseo (entretenimiento y gratuidad) de compras (concentración y practicidad) -la familia nudo en pleno, papá, mamá y los hijos todavía prendidos a la falda de la madre, en cada uno, pugnando por emerger, un comprador potencial-. Quizás los bolsillos anduvieron cortos de dinero, anémicos o en sus cercanías, pero pulposas y largas debían ser las miradas de ansiedad.
La gente habla consumido siempre de acuerdo con sus posibilidades. Esto era más viejo que andar a pie, como habria discurrido cualquier ama de casa, que aún comprara con libreta en el almacén del barrio. Lo novedoso, lo que habria escandalizado no sólo a los socialistas de Juan B. Justo, sino también a los dueños de la Argentina de los ganados y las mieses, era inducir a la gente que consumiera más allá de sus posibilidades. Despertar en mujeres y en hombres, en los jóvenes y en los adultos en proceso, el tiro por elevación destinado a los niños, la necesidad de adquirir, y de esa manera poner en movimiento un motor que no se detuviese durante los trescientos sesenta y cinco días del año. Una colosal industria levantada a cincuenta kilómetros del caso urbano, o a quince mil, trabajaría a tiempo completo para abastecerlo, y si sólo mesuradamente la oferta sería el exponente de una probada calidad, no habría de faltarle un diseño atractivo y la magnificencia del color.
Lo que la religión recién parida predicaba era vivir el dia presente que los romanos habían sacado de la manga hacía dos milenios, y si pensar era inevitable, no ir más allá de lo que la conveniencia sugería; un paganismo singular, cientos y miles de dloses primarios y secundarios quietos y mudos pero agitando los brazos y llamando desde las vidrieras fascinantes y las altas y anchas góndolas terrestres, Venecias revividas, enclaves turísticos sin miasmas ni penumbras.
A la imperatividad de la venta correspondió la imperatividad de proveerse de los satisfechos y de los insatisfechos. De pronto se comprobó que los satisfechos no lo estaban y que, además, nunca, lo estarían. Atraerlos no habla sido una proeza, porque era propio de los pudientes acudir a los manantiales donde la calidad, no obstante colocarse por encima de la cantidad, no la niega. Comportamiento que, retornando a la vecina que compraba los fideos, la yerba y el azúcar al fiado, era también más viejo, que la escarapela, como lo probaba una exploración sumaria de las avenidas y bulevares tradicionales de la ciudad, en los que lo mejor se hallaba mucho más cerca de la desmesura que de la sobriedad.
En la revolución que se venía, dado que así, como una revolución se presentaba y promovía la voltereta provocada por la impetuosa sociedad de consumo (jamás nadie había pensado que el mercado pudiera contener fermentos revolucionarios y menos, que pretendiese conducir el campo minado del planeta), los satisfechos habían compuesto la vanguardia, lo cual tampoco había constituido una hazaña de los cerebros de la supuesta revolución, pues los satisfechos hablan sido siempre -o querido ser- los primeros, si el dinero y el prestigio no estaban al alcance de cualquier pelandrún de esquina. De manera que fueron ellos la punta de lanza, las divisiones acorazadas que instalaron la cabeza de puente indispensable para la irrupción del grueso de las tropas, la infanteria, naturalmente, en la que se alineaban los insatisfechos históricos y los desclasados, desde el peatón a perpetuidad hasta el cotidiano cuatro veces inquilino de la zarandeada casa de vecindad que era el colectiva, sin omitir a los propietarios de los desmedrados carricoches que daban un sabor de antigüedad al parque automotor argentino.



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