Año CXXXIV
 Nº 49.102
Rosario,
domingo  29 de
abril de 2001
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Anticipo
Los trabajadores de la muerte
Editorial Norma publica en mayo la novela de la escritora chilena considerada la "antítesis de Isabel Allende"

Diamela Eltit

Ahora la tarde cae. Se viene encima con su acostumbrada velocidad rigurosa. Se está cayendo encima esta tarde arrastrando una considerable nube calurosa que tiñe de irrealismo al albergue más solicitado con que cuenta la ciudad. Es el tiempo en que se multiplican los automóviles y el instante en que aquellos conductores precavidos ya viajan con las luces encendidas.
Ubicada al costado del albergue, la taberna a estas horas no da abasto para atender a sus múltiples parroquianos, iluminados prematuramente por una luz que compite con la claridad que se filtra a través de sus ventanas. (Los vasos de vino se llenan incesantemente, la sed obliga a los labios a sorber de manera incesante. Estrellándose contra las esquinas de la taberna, los murmullos incesantes de las voces. En el centro del recinto se acumulan las incesantes emociones.)
Cuando entra al bar la niña del brazo mutilado se produce una fracción de silencio. Los dos inválidos que la acompañan, con sus movimientos penosos y extremadamente enfermos, se ubican en uno de los rincones del local y, de inmediato, se apoyan desarticulados contra la pared. Las miradas de los parroquianos se posan en la figura de la niña pero luego, con un vértigo errático, se desvían hacia cualquier punto indefinido. La niña se asoma sobre lo alto de la barra y el encargado le alcanza un vaso lleno de vino. Se lo acerca cuidando de no mirarla de manera directa. Se lo entrega precaviendo que su mano no la toque. Le pone el vaso de vino sobre el mesón mientras intenta atenuar ese leve temblor que lo recorre fragilizando aún más los bordes de sus dedos.
La niña, sosteniendo el vaso con su única mano, camina tensamente por el interior de la taberna mirando con atención las figuras que se congregan en las mesas. Escoge una de las mesas y se sienta en la silla que permanece disponible. El hombre, que lleva el hilo de la conversación, por unos instantes se distrae, pero luego continúa relatando su último sueño. En su sueño _explica_ un hombre perseguía a su pariente, pero sorpresivamente mutaban en perros, después se transformaban en ratas y seguían derivando hacia figuras que no podían recordar hasta desaparecer tras una espesa zona líquida. El hombre que sueña, mira a la niña. Ella con un amplio gesto despectivo, deja escurrir unas gotas de vino sobre la mesa. Las gotas se deslizan hasta el hombre que está sentado a su lado derecho quien, con gesto veloz, limpia con su mano las gotas de vino y luego se pasa la lengua por su palma húmeda. El hombre que sueña ríe y aparecen monumentales en su boca los dos únicos dientes que resaltan en sus rosadas encías. Mientras se ríe, empieza a narrar un sueño que dice, lo llenó de estupor. En el sueño un ser superior daba órdenes a la multitud congregada alrededor de la tarima pero de inmediato anulaba sus propias instrucciones mientras la multitud desconcertada corría locamente de un lado para el otro, atropellándose. Uno de los hombres de la mesa lo interrumpe y le pide que detalle los pormenores de la escena. El hombre que sueña, furioso, da un fuerte golpe sobre la mesa para enfatizar la contrariedad. El resto de los integrantes se alerta, aguardando el instante en que la ira se vuelva apremiante. El hombre que sueña, adoptando una actitud deliberada, señala con su dedo índice a la niña y dice que es ella la que muta y añade que es ella también la que altera sus propias órdenes. Acudiendo a un tono extremadamente convincente sella sus acusaciones cuando afirma que es la niña la única causante del repetido mal que recorre la taberna.
Los miembros de la mesa se congelan. Permanecen estáticos esperando que se desencadene un duelo entre el hombre que sueña y la niña del brazo mutilado. La niña, en apariencia indiferente a la tensión, mira a los inválidos y les ordena con un sintético movimiento de cabeza que se acerquen hasta la mesa. Los inválidos emprenden sus feroces contorsiones que hipnotizan a los numerosos parroquianos ajenos a todo aquello que no sean los difíciles movimientos de esos cuerpos que exhiben su poderío catastrófico. El hombre, apabullado, empieza a contar un sueño épico habitado por soldados metálicos absortos en la esperanza de la resurrección. Dice que el jefe _un conocido hampón de ciudad_ se presenta con las manos limpias e interpela a sus tropas para conseguir que en ellos se desencadene el valor que requiere la batalla. Dice que el escenario de la guerra transcurre en un terreno eriazado, sólo cubierto por malezas y que, a lo lejos, se pueden ver ciertas industrias colmadas de barrotes con sus alarmas activadas. Dice que mientras el jefe realiza su discurso épico, las tropas desertan bruscamente, dice que los soldados emprenden una inexplicable fuga a través del erial y entonces al jefe no le cabe sino recoger las armas que se han desperdigado en el curso de la huida. Dice que un perro corre con una de las armas en su hocico y que el jefe lo persigue en círculos hasta caer de bruces sobre el suelo. Dice, finalmente, que el perro suelta el arma de su hocico y le muerde con saña la cabeza al hampón quien no cesa de llorar y de condolerse por sí mismo.
Los inválidos se acomodan en el suelo y se ubican a los costados de la niña. Ella les acerca el vaso de vino hasta sus bocas y les permite ingerir un corto sorbo a cada uno. Los integrantes de la mesa, silenciosos, se cuidan de no mirar a los inválidos aunque es evidente que la intrusión ha provocado una baja en el entusiasmo del grupo. El hombre que sueña, al igual que el resto de los congregados, se muestra desprovisto de energía y se aboca a observar a uno de los inválidos y luego, con un movimiento no exento de violencia, aleja la cabeza que el lisiado acaba de apoyar contra el borde de la mesa. La niña, en una actitud claramente subversiva, acerca nuevamente la cabeza del inválido hacia el horizonte de la mesa y mira al hombre que sueña esperando que se produzca en él algún tipo de réplica. Hasta el grupo se aproxima un niño que vende unos encendedores musicales cuyo sonido se activa con la irrupción de la llama. Los encendedores de múltiples colores son observados con distancia y, al advertir la indiferencia que provoca su ruidosa mercancía, el niño le pide a uno de los hombres que le pase el resto del vino que queda en el resto de su vaso. El hombre duda en un primer momento niega con un movimiento de cabeza, pero finalmente le acerca su vaso al niño, que se lo empina con su boca abierta. Cuando concluye la última gota lo devuelve murmurando unas palabras en las que se percibe un apático agradecimiento.
El hombre que sueña le dice a la niña que le va a brindar la oportunidad de interpretar el sueño más cargado que ha experimentado en toda su vida. Dirigiéndose hacia sus contertulios, les explica que en la oportunidad que le proporciona a la niña está en juego una insignificante molécula de futuro. Para hacer más solemne la ocasión le ordena en tono imperativo al hombre más joven que acuda hasta la barra y compre vasos de vino para cada uno de los presentes. Mientras le entrega el dinero al hombre joven, precisa que los inválidos deben compartir un mismo vaso porque se han agregado de manera injustificada a los demás miembros de la mesa. Dice también que aunque estima arbitrario cargar con el vino de los inválidos, su actitud generosa no debe confundir a los presentes. El hombre joven recoge los vasos vacíos de la mesa y se dirige hacia la barra. En ese momento se acerca al grupo una mujer que comercia una ajadas revistas. Abre una de las revistas y despliega las hojas lentamente para que sus posibles clientes evalúen las imágenes. En la superficie de las hojas es posible observar las fotografías a todo color de connotados accidentes aéreos. Los aviones despedazados circulan por las páginas en tomas diferentes, pero aún en sus explosionados fragmentos responden a una sola monolítica conglomeración metalizada. Uno que otro cuerpo humano, prácticamente irreconocible, contribuye a asentar el helado dramatismo que contienen las imágenes. La mujer destaca una fotografía donde se puede reconocer la cabeza cercenada de un piloto sobre los tableros de control de una cabina que, después de consumada la espantosa colisión, se ha conservado casi intacta.



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