Año CXXXIV
 Nº 49.102
Rosario,
domingo  29 de
abril de 2001
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Reedición de uno de los textos principales del gran historiador rosarino
La división nacional según Juan Alvarez
"Las guerras civiles argentinas", que acaba de reeditar Taurus, propone una explicación para las luchas políticas en un período crucial del pasado nacional

Juan Alvarez

Por falta de método en los estudios, el pasado argentino aparece como un confuso amontonamiento de violencias y desórdenes, y es general la creencia de que millares de hombres lucharon y murieron en nuestros campos por simple afección hacia determinado jefe y sin que causa alguna obrara hondamente sobre sus intereses, sus derechos o sus medios de vida habituales. El despectivo South America viene a ser de este modo una creación de los mismos sudamericanos.
Buena parte del error emana de atribuir más importancia al aspecto externo de los hechos que a la investigación de las causas. Es como si se confundiese el detonante con la sustancia explosiva. Casi siempre actuó a modo de detonante un jefe militar o un caudillo, y quienes lo seguían exteriorizaron el propósito de elevarlo a las primeras magistraturas: por ello, aparece la revolución como resultado de la voluntad del caudillo; pero con el mismo criterio podría asegurarse que el alza o la baja de los precios depende exclusivamente de la elocuencia de los rematadores. En efecto, los intereses o las aspiraciones de un solo hombre no explican la actitud de las muchedumbres mejor que las aspiraciones e intereses de esas muchedumbres. Es un hecho históricamente probado que en pocos años hizo más por la unidad de Alemania la fusión aduanera, que cuanto se había intentado durante siglos, a base de cohesión religiosa y voluntades imperiales.
La adhesión al jefe nace de la ineptitud de las masas para la legislación o el estado de cosas que motiva el estallido: lo obedecen, como seguirían las órdenes del médico para curar la enfermedad que no aúnan a combatir por sí mismos. Hay sitio, sin duda, para la sugestión del que manda, y el afecto del que se deja arrastrar; pero estos dos elementos no bastan por sí solos para determinar un estado crónico de guerra social.
Un examen detenido de los hechos permite comprobar que la guerra civil ha sido utilizada algunas veces entre nosotros, como medio de reaccionar rápidamente contra una legislación que no se quiso o no se pudo modificar por el sufragio. Bajo distintos nombres y aspectos, análogo fenómeno se ha producido en los países más cultos de la Tierra, bien que en ciertos casos el carácter hereditario de las monarquías diera al malestar válvulas de escape poco relacionadas con la renovación del poder ejecutivo.
La práctica de envolver dentro de fronteras mal estudiadas y bajo un mismo gobierno a pueblos de idiomas, razas, religiones e intereses heterogéneos, viene produciendo en el mundo, desde hace muchos siglos, graves desequilibrios. Aunque para evitarlos se procure inspirar la legislación en un patriotismo cuya esencia es preferir a cuantos viven bajo el pabellón propio, muchas veces ocurre que, dentro de la frontera, uno de esos grupos predomina por el número o el privilegio y pierde la noción de la solidaridad hasta el punto de legislar en evidente perjuicio de los restantes. No queda a estos otro recurso que aplicar una fuerza capaz de destruir la del Estado, en que se apoya la ley. La batalla es el dolor de un día, de un mes, de un año; el mantenimiento innecesario de una legislación injusta, el dolor de una vida, de una generación, de varias generaciones. Algunas líneas de la tarifa de aduana han reunido millares de fábricas y de obreros en la ciudad de Buenos Aires; otras pueden abaratar o encarecer la vida, mantener yermos o florecientes los campos, crear o abatir privilegios, destruir o fomentar el ahorro. Fue la legislación real lo que ante todo quisieron modificar los revolucionarios de 1810.
Privados del derecho de legislar, recurrieron a la fuerza como un medio, no como un fin, y la repetición del procedimiento permite comprender mejor por qué la amnistía subsiguió entre nosotros a cada revolución. Hemos reconocido implícitamente que la guerra civil emana de fuerzas mal estudiadas, susceptibles de obrar sobre los hombres más patriotas y mejor preparados.
La Constitución de 1853-60 representa una tolerable fórmula de solidaridad entre las diversas regiones del país. No necesitamos ya gran ejército permanente para conservar ficticios equilibrios; pero antes de obtener tal resultado copiamos los métodos europeos y corrió bastante sangre bajo la ilusión de que sería posible conservar por fuerza una clasificación de privilegios, a base de meridianos de longitud. Para resolver el problema de la solidaridad entre los individuos de cada región, usamos todavía como los países del Viejo Mundo, el estado de sitio: es razonable esperar que alguna vez surgirá de la experiencia propia, y mediante mutuas concesiones, otro acuerdo pacífico y estable. Por desgracia nuestro gobierno cambia de titulares con tal frecuencia que es difícil conservar unidad en la legislación durante muchos años seguidos; alguna vez, para defender contra esa inconstancia grandes principios -tolerancia religiosa, libre navegación de los ríos-, fue preciso insertarlos en tratados internacionales.
La Constitución de 1853-60 representa una tolerable fórmula de solidaridad entre las diversas regiones del país. No necesitamos ya gran ejército permanente para conservar ficticios equilibrios; pero antes de obtener tal resultado copiamos los métodos europeos y corrió bastante sangre bajo la ilusión de que sería posible conservar por fuerza una clasificación de privilegios, a base de meridianos de longitud. Para resolver el problema de la solidaridad entre los individuos de cada región, usamos todavía como los países del Viejo Mundo, el estado de sitio: es razonable esperar que alguna vez surgirá de la experiencia propia, y mediante mutuas concesiones, otro acuerdo pacífico y estable. Por desgracia nuestro gobierno cambia de titulares con tal frecuencia que es difícil conservar unidad en la legislación durante muchos años seguidos; alguna vez, para defender contra esa inconstancia grandes principios -tolerancia religiosa, libre navegación de los ríos-, fue preciso insertarlos en tratados internacionales.
A base de nuevas investigaciones y sin apartarme gran cosa de datos ya conocidos, aspiro a demostrar que las guerras civiles argentinas ofrecen un sentido suficientemente claro en cuanto se las relaciona con ciertos aspectos económicos de la vida nacional. No entiendo con ello desconocer la existencia de otros móviles ajenos al malestar económico, ni he creído necesario volver a detallar la forma de los sucesos, porque en esa parte el tema está virtualmente agotado. Paréceme evidente que junto a la lucha provocada por los intereses materiales, aparece de ordinario algún ideal. No intento, pues, una explicación total del fenómeno.
Si bien un poderoso esfuerzo de la razón pública y la supresión de no pocos abusos han producido cierto equilibrio durante los últimos años, sería imprudente asegurar que el estudio metódico de nuestros viejos dolores deba conceptuarse vana distracción de espíritus desocupados. Subsisten algunas de las antiguas causas de desorden, han surgido otras nuevas y por doquier sobre la superficie de la Tierra, el estado de sitio, la huelga sangrienta, la guerra, muestran cuán cercano está el peligro. Recordemos como saludable enseñanza que tres años antes del terrible estallido de 1890 el presidente Juárez Celman declaraba confiadamente ante el Congreso argentino: "Al hablaros de la paz, señalo una conquista definitiva en nuestra vida nacional...".
Estoy convencido de que el conocimiento de las causas y el de las características de los grupos humanos a quienes afecten permitirán prever en cierto modo la producción del fenómeno revolucionario. No llegaremos, sin duda, a predecir que tal día determinado jefe sublevará sus tropas, pero se podrá establecer con bastante aproximación en qué momento y por qué motivo habrán de aumentar en ciertas regiones del país las probabilidades de desórdenes sangrientos. Más o menos, tales son las predicciones de la Meteorología, útiles, aunque incompletas.
Estoy convencido de que el conocimiento de las causas y el de las características de los grupos humanos a quienes afecten permitirán prever en cierto modo la producción del fenómeno revolucionario. No llegaremos, sin duda, a predecir que tal día determinado jefe sublevará sus tropas, pero se podrá establecer con bastante aproximación en qué momento y por qué motivo habrán de aumentar en ciertas regiones del país las probabilidades de desórdenes sangrientos. Más o menos, tales son las predicciones de la Meteorología, útiles, aunque incompletas.
En cuanto a la oportunidad de este estudio, recordaré que de un tiempo a esta parte flota en el ambiente la idea de que nuestra nacionalidad ofrece escasa cohesión. Antes que seguir repitiendo en las escuelas que todas las injusticias y todos los privilegios desaparecieron aventados por las cargas de los granaderos de San Martín, sería, pues, prudente investigar cuáles fueron los motivos que impidieron a esta nueva patria nacida bajo el pabellón blanco y azul constituir un todo homogéneo y realizar durante el siglo XIX más altos ideales de solidaridad humana. Y convendría averiguar también si es tal nuestro grado de perfección, que el patriotismo deba reducirse a venerar la bandera y oír con respetuoso recogimiento las notas graves del Himno. Porque si hubiere error en ello, si la contemplación de los colores del símbolo no bastara para evitar el desorden y la discordia, resultaría que vivimos absortos en un peligroso optimismo, que con toda imprudencia estamos cimentando la idea de la patria en los afectos y las sugestiones tan sólo, cuando podemos basarla también, indestructiblemente, en la comunidad del esfuerzo para suprimir a la especie dolores inútiles, conservados más allá de las necesidades que los motivaron.



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