Año CXXXIV
 Nº 49.046
Rosario,
domingo  04 de
marzo de 2001
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Un barco rumbo a la Argentina
Anticipo de la novela "El mar que nos trajo"

Griselda Gambaro

En el verano del 89 se produjeron dos acontecimientos importantes en la vida de Agostino cuyo transcurso no le había deparado sufrimientos ni alternativas notables. En primer lugar, su futuro cuñado intercedió ante la compañía naviera en la que trabajaba y le consiguió un contrato como marinero en la línea Génova Buenos Aires. En segundo lugar, se casó con Adele.
El tenía diecinueve años y hasta ese momento sólo había conocido la isla y el mar que la rodeaba. Cada atardecer, salvo que el tiempo lo impidiera, salía en barca bajo patrón en jornadas que, según la pesca, concluían al amanecer o al mediodía siguiente. Se trabajaba mucho y se ganaba poco. En cambio, marinero en un buque de ultramar, su porvenir sería distinto, y bien lo sabía por los paisanos embarcados que cada dos o tres meses regresaban a la isla con provisiones exóticas, regalos y dinero en el bolsillo. Decían que el trabajo distraía de la ausencia.
Agostino recibió las felicitaciones de sus compañeros, ligeramente resentidas en los más jóvenes que envidiaban un destino semejante. A dos o tres podría sonreírles la fortuna, como había sucedido con Agostino, pero la mayoría poco conocería del mundo. Ellos estarían condenados al mismo ritmo de trabajo toda la vida: la pesca, la venta a precios viles y e 1 ocio destinado al arreglo de las redes. Sólo tenían a su favor el mar habitualmente sereno, pero que de vez en cuando también se encabritaba.
Agostino estaba muy enamorado de Adele, que había cumplido diecisiete años. Cuando la familia de ella impuso el casamiento, Agostino aceptó. El padre y los dos hermanos mayores, Cesare y Renato, en una reunión sólo de hombres, dijeron: Adele era honesta, el viaje sería largo, un novio que parte no otorga la misma seguridad de un marido que parte. En este caso estarían los votos de fidelidad pronunciados, el compromiso asumido ante Dios de una vida compartida hasta la muerte. Tenían rostros severos, discurso solemne, y Agostino no hubiera podido escapar de la reunión sin acceder al casamiento. Pero él también lo deseaba, brillaban sus ojos cuando estrechó las manos del padre y de los hermanos de Adele, cuando brindaron con vino antes de llamar a las mujeres.
Ellas acudieron y se unieron al brindis con un fondo de vino en los vasos. Agostino miró furtivamente a Adele, no para avizorar su sonrisa feliz sino su cuerpo generoso, los senos firmes bajo el vestido. Falto de aire, respiró con la boca abierta. Se moría de calentura por Adele, a la que nunca dejaban sola. De ella sólo había tocado los dedos de su mano porque los ojos escrutadores de la madre o de la abuela no los abandonaban un instante, fijos y recelosos como si un suspiro de distracción pudiera desencadenar una hecatombe. Conocía la voz de Adele, un poco ronca, pero esa voz nunca le decía sino palabras que todos podían escuchar. La deseaba, íntima y secreta, con tanta fuerza como deseaba su cuerpo.
Decidida la boda, los padres de Adele completaron las piezas del ajuar, cedieron el mejor cuarto de la casa y la fiesta se celebró un día luminoso de fines de verano que terminó en lluvia, Agostino un poco incómodo en su terno nuevo, sin más ojos que para Adele, vestida de novia.
Un mes después debía partir. Adele lloró la noche previa y cuando oyó el ruido del carromato que venía a buscarlo para conducirlo al pequeño puerto de la isla, se tendió en la cama y ocultó el rostro arrasado en lágrimas. El la consoló como pudo y partió.
Embarcado hacia Buenos Aires, no tuvo mucho tiempo de pensar en ella. Trabajó duramente. Sin puesto fijo en ese vapor que llevaba emigrantes, empezaba antes del amanecer baldeando la cubierta, lustrando los bronces en la cabina de mando, en los salones y el comedor de primera.
Luego, apenas amanecía, Agostino y sus compañeros expulsaban a los emigrantes de los dormitorios comunes donde flotaban los olores rancios de una noche compartida, densa de multitud, de malestares provocados por la alimentación, el movimiento del barco. Y si el mar había estado agitado durante la noche y varias mujeres habían quedado postradas por el mareo, las obligaban a levantarse. Con guiños por encima de sus cabezas, las tomaban de la cintura acompañándolas, hasta el pie de la escalerilla: a tomar aire, aconsejaban, que el aire les quitaría la náusea, el color muerto del rostro.
El dormitorio vacío, limpiaban a baldazos los pisos de chapas metálicas invisibles bajo una costra de pintura gris. Agostino y sus compañeros trabajaban rápidamente y sin miramientos, si alguien había olvidado un atado de ropa sobre el piso en lugar de resguardarlo encima de la litera, quedaba empapado y barrido como el resto. Cuando llegaban a los dormitorios de hombres, sólo deseaban terminar: si un viejo permanecía en la litera lo ignoraban; dejaban húmedas y a veces con charcos las planchas del piso.
A media mañana, Agostino bebía un café, comía media hogaza de pan, y cuando creía que era su oportunidad de fumarse un cigarro, lo mandaban a la sala de máquinas o de pinche en la cocina. Entonces añoraba las horas previas al amanecer, cuando lustraba los bronces en la cabina de mando, en los salones y el comedor de primera. Estaba descansado, el ruido y la agitación eran mínimos. Ya veces, mirando por el ojo de buey el mar en calma imaginaba que no había partido, que lo contemplaba desde la playa de arena y piedras romas.
Acostumbrado a la soledad de la isla, Agostino sentía irritación y hasta agobio ante esa muchedumbre de emigrantes que no tenía otro sitio donde pasar el día que la cubierta. Apenas iniciado el viaje, cada familia había buscado su hogar, refugio y punto firme en la inseguridad del barco, había armado su reducto. llevando a cubierta sus objetos preciosos que no abandonaban de la mano, amén de sillas, mantas, lienzos que daban protección cuando la lluvia castigaba o el sol picaba fuerte.
Aturdían a Agostino tantas voces interpelándose a los gritos, voces vivaces o tristes que discutían o conversaban para abreviar el tiempo que no transcurría nunca. Sólo en la noche cerrada, cuando las mujeres dormían con los niños en los dormitorios comunes y los hombres las deseaban en los suyos, el silencio permitía oír, sordo y constante, el rumor sereno del vapor en su marcha. A veces, un breve momento, Agostino se apoyaba en la borda antes de acostarse rendido, y mirando el agua oscura trataba de recordar a Adele, pero siempre la fatiga lo vencía.
A poca distancia de Río de Janeiro, después de una jornada extenuante, el contramaestre lo despertó con una orden que Agostino consideró injusta y casi se fueron a los puños. Pasó los días de anclaje en el puerto encerrado en un cubículo que servía para trastos y calabozo. Cuando salió, la costa paralela al barco era apenas un borde ondulado a la distancia.
En Santos vio una tierra roja y un puerto tropical donde la selva casi podía tocarse, tan próxima asomaba detrás de unos galpones pintados de verde. Pero se le antojó un pobre paisaje comparado con su isla.
Cuando sus compañeros obtuvieron permiso para bajar a tierra, él debió quedarse de guardia en la cubierta, junto a la escalerilla de descenso. No lo lamentó demasiado porque, de bajar, hubiera terminado acostado en el lecho de una mujer extraña. Quiso recordar a Adele, pero sólo recordó su llanto la última noche.
Al llegar a Buenos Aires, un compañero lo llevó a casa de unos parientes lejanos. Los recibieron con hospitalidad y la sobremesa duró mucho, conversando sobre un pueblo que no era el de Agostino sino otro, tierra adentro. Mientras los demás hablaban y el país natal se tornaba región incomparable, los ojos de Agostino seguían a una muchacha que servía la mesa y traía los platos desde la cocina. No se sentó con ellos. Era delgada, de rasgos afinados y cabellos castaños. Cuando sus ojos encontraban a los de Agostino, bajaba la vista y enrojecía vivamente. Dejó caer un plato y los dueños de casa la reprendieron de una manera familiar, apenas ruda. Al despedirse, Agostino le preguntó su nombre, que había sonado con frecuencia cuando le ordenaban: trae el vino, trae la pasta. Ella recogía la mesa y sus manos temblaron. -Luisa- dijo, sin volverse. Hacía tres años que estaba en la Argentina, era de Florencia, y le habían pagado el pasaje para que ayudara en la casa y atendiera a los niños. No cobraba sueldo y sin disgusto dormía en la cocina. Pero esto Agostino lo supo después.



Gambaro escribe obras de teatro como de narrativa.
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