Año CXXXIV
 Nº 49.046
Rosario,
domingo  04 de
marzo de 2001
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El autor que quiso ser implacable
Debate editó las memorias de Arthur Koestler

Fernando Toloza

A los 50 años Arthur Koestler escribió su autobiografía como cumplimiento de una promesa. Integrante de las fuerzas de la República durante la Guerra Civil Española, el escritor cayó prisionero del ejército del general rebelde Francisco Franco y fue condenado a muerte. Mientras esperaba que se cumpliese la sentencia, Koestler prometió que si lograba salir con vida escribiría una autobiografía donde expondría su vida sin guardarse ningún secreto y sin modificar los hechos.
Un intercambio de prisioneros le permitió a Koestler evitar la muerte y quince años después, en la década del 50, puso manos a la obra para cumplir con su promesa. Bajo esa declaración de principios es conveniente leer los dos tomos de memorias, "Flecha en el azul" y "La escritura invisible", que escribió Koestler y que acaban de ser reeditados en castellano por Editorial Debate. Pero también es necesario tener en cuenta la utopía del proyecto de Koestler: en un libro de memorias los hechos no son independientes de su escritura. La realidad que se evoca es producto de una reconstrucción y, por tanto, el escritor no es un personaje neutro que evoca sin cambiar los hechos. El pasado es producto de una operación y la declaración de principios de Koestler muchas veces choca contra ello, y en otras advierte el escollo y hace interesantes reflexiones sobre el arte de la autobiografía.

Alma de testigo
Koestler es un escritor en actividad cuando comienza a escribir su autobiografía. Tiene en ese momento la suficiente notoriedad para que la redacción de esos libros no sea algo ridículo. Vivirá aún tres décadas más, hasta su suicidio junto a su esposa en 1983. La decisión responde, a pesar de lo que argumente Koestler, más que a la promesa a la necesidad de justificarse.
El autor abrazó el comunismo en los años 30. Esa decisión le costó una carrera brillante como periodista. Pero los cambios de frente serán una constante en la vida del novelista y ensayista nacido en Hungría en 1905. El primero de esos cambios de rumbo lo dio poco antes de recibirse en la Universidad y tener la posibilidad de un trabajo intelectual sedentario y más o menos remunerado. En vez de rendir las materias correspondientes se interesó por la política. La fe elegida fue el sionismo. Viajó a Palestina y estuvo en las primeras colonias de judíos, en lo que más de 20 años después se transformaría en el estado de Israel. La experiencia fue importante pero a la vez desastrosa, porque cortó todos sus vínculos con el mundo anterior. "Quemé las naves", dice Koestler y se entusiasma con la manida expresión, al punto de convertirla en su explicación para todas las decisiones drásticas de su vida.
A diferencia de George Orwell, con quien tiene un itinerario en común, Koestler no encontró el símbolo de su obra, ese rasgo que precede a la obra de un escritor, en general deformándola pero indispensable para la fama, como lo son los espejos , los tigres y los laberintos en el caso de Jorge Luis Borges, las mariposas en el caso de Vladimir Nabokov, el triunfo con la mujeres y la ciencia ficción hablando de Adolfo Bioy Casares, el compromiso y la protesta callejera en Jean Paul Sartre, la funesta vindicación del nazismo por parte de Louis Ferdinand Céline.
Orwell halló en las ficciones irónicas de los estados totalitarios de "1894" y "Rebelión en la granja" una imagen que lo presenta como un corpus acabado ante el lector, y que le permitió sobrevivir a los cambios políticos en el mapa del mundo. Koestler, en cambio, está disperso El mundo al que valientemente se opuso desapareció. Las siniestras elucubraciones del estalinismo y su tonta y perversa aplicación en los Partidos Comunistas de todo el mundo hoy parecen nada comparadas con las agresiones de una supuesta sociedad abierta, que margina a quienes no pueden pagar.
El valor de las memorias de Koestler es retratar cómo lo que se presentaba como el cumplimiento de una de las grandes utopías de la humanidad se transformó en un sistema persecutorio. Koestler es un náufrago de esa utopía y el dolor está presente en su obra. Un dolor que se acentuará con otro de los grandes dramas de Europa: el ascenso del nazismo. La situación será tan extrema para Koestler que dejará de escribir en alemán y comenzará a hacerlo en inglés, no sólo por una cuestión de residencia (escapó del continente hacia Gran Bretaña para salvar su vida) sino por algo más profundo: pensar que el alemán se había convertido en el idioma de los asesinos. Aunque esta cuestión sería más decisiva en los escritores que trataron de escribir en Alemania después de la Segunda Guerra.
La premisa de ser implacable consigo mismo que se puso Koestler se cumple a medias. No tiene grandes pecados que revelar (o al menos eso quiere hacer creer) y confunde su vida con la historia, haciendo que el mea culpa de la historia sea el suyo, con lo que por momentos entra en zonas de aburrimiento, en las cuales como lector se pierde el interés. Afortunadamente, el interés se recobra cuando Koestler sólo se propone narrar lo que vio y sintió, sin ponerse en juez de la historia. Es decir, lo mejor surge cuando es un testigo de la vida sin hacerse propaganda de tal.



Koestler describe el horror en la Rusia de los años 30.
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