Año CXXXIV
 Nº 48990
Rosario,
domingo  07 de
enero de 2001
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Tanger: Al otro lado del peñón

Patricio Pron

Es difícil olvidarse la llegada a Tánger. El barco, que ha partido de Algeciras dos horas y media antes, cruza el estrecho de Gibraltar, ofrece todavía el perfil del Peñón recortándose contra el cielo y luego se bambolea, por última vez, frente a un puerto de casas blancas que trepan arbitrariamente una colina y parecen a punto de caerse al mar. En días claros el viajero puede dar vuelta la cabeza y ver la costa europea a lo lejos, como una novia abandonada. La nueva amante está frente a sus ojos, ruidosa y sorprendente. Es Africa.

Un tiempo diferente
Ninguna ciudad africana se encuentra tan próxima de Europa como Tánger. Ninguna ha padecido de igual forma esa cercanía, que en sus veinticuatro siglos de historia la ha llevado a ser sometida por cartagineses, romanos, vándalos, árabes, españoles, portugueses e ingleses.
Ninguna, finalmente, ha excitado tanto la atención de los artistas europeos. Escritores como Jean Genet, Pierre Loti, Tennessee Williams, Joseph Kessel, William Burroughs, Roberto Arlt y Paul Bowles; pintores como Matisse y Delacroix o compositores como Camille Saint-Saëns, pasaron largas temporadas en Tánger. Sus obras pueden ser una introducción a esta fascinante ciudad mediterránea en la que conviven, en una extraña mixtura, la oscuridad de los pequeños artesanados en la medina -ciudad vieja- y la amplitud de las grandes tiendas, los minaretes hermosamente decorados de las mezquitas y los edificios de cristal, las bocinas de los autos y el llamado a la oración.
Este contraste no es ajeno a ninguna de las grandes ciudades marroquíes, pero aquí resalta por la proximidad con Europa y se presenta particularmente llamativo en las ciudades nuevas, erigidas al costado de las medinas, que, con su planta rectilínea y sus edificios precarios, no poseen ningún atractivo.
En el interior de las medinas, en cambio, todo es interesante y provoca la impresión al cruzar sus murallas de que se ha ingresado en un tiempo diferente. En medinas como la de Fès la vida no ha cambiado demasiado desde la Edad Media, pero en Tánger la sorpresa proviene de la mixtura de lo antiguo con lo nuevo, de lo oriental con lo cercano y occidental.

Espectáculo embriagante
En la medina, cuyas calles oblicuas a la bahía trepan la colina hasta los hermosos aunque bastante abandonados jardines de la Mendoubia y la Plaza de la Kasbah o ciudadela con sus vistas al mar y su importante museo, se amontonan los vendedores de alfombras y de casetes, de pulseras labradas a mano y de televisores, de artesanías y de productos de contrabando.
El ruido puede ser agotador, especialmente en las horas en que la gente sale del trabajo, una mezcla de músicas orientales, gritos en francés o en el dialecto árabe-marroquí, insultos y rezos en varios idiomas que hacen recordar la época en la que la ciudad gozaba de un estatuto especial que la había vuelto nido de espías y de traficantes.
El aroma, en cambio, puede ser el del pescado fresco recién subido desde los muelles, el de la carne asada en brochettes que puede comerse por la calle o el de las especias que ocupan enormes bolsas coloridas en el mercado.
Lo curioso es que en Tánger, como en el resto de Marruecos, estas impresiones nunca se presentan aisladas, sino que se superponen y ofrecen un espectáculo embriagante. Encima de todo está la luz, ya africana y dura, que imprime tonos blancos a las casas del puerto, verdes a las aguas de la bahía y amarillos a la terraza del centenario hotel Continental, definitivamente el mejor lugar para alojarse aquí.



Entrada de la alcazaba del antiguo castillo de York.
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