Año CXXXIV
 Nº 48.979
Rosario,
martes  26 de
diciembre de 2000
Min 18º
Máx 27º
 
La Ciudad
La Región
Política
Economía
Opinión
El País
Sociedad
El Mundo
Policiales
Escenario
Ovación
Suplementos
Servicios
Archivo
La Empresa
Portada


Desarrollado por Soluciones Punto Com





Reflexiones
Universal

Manuel Vicent - El País (Madrid)

La gente que presume de ser ciudadano del mundo dice que el nacionalismo se cura viajando. Este principio fundamental suele enunciarse en las sobremesas de los buenos restaurantes después de probar unas exquisitas trufas. Sin duda alguno de esos comensales comentará que también las ha probado en Nueva York, París, Berlín, Sydney, Hong Kong. El nacionalismo se cura viajando, según adónde vayas. Existe una clase de ciudadanos del mundo que caza elefantes en Costa de Marfil, imparte clases en Harvard, puja en una subasta de arte en Londres, conoce todas las razas humanas en los prostíbulos de lujo, se hace rascar la espalda por un mayordomo chino que habla ese idioma universal que es el silencio absoluto. ¿Cómo no te vas a olvidar así de la patria si encima te gusta el mar?
Pero la cosa cambia si en lugar de ir a ver mundo es el mundo el que viene a verte a ti. Basta con un viaje en metro para que la humanidad te someta a prueba. Tendrás que admitir que un peruano toque la flauta en el andén, que un guineano toque el tambor en el pasillo, que un polaco toque el violín en un rellano y que estos virtuosos profesores, de pronto, se conviertan en mendigos con la mano extendida y mientras das la limosna preceptiva un apátrida te toque a ti el hígado con una navaja. Para ser ciudadano del mundo hay que asimilar que también lo son esos náufragos huidos que llegan agonizando hasta el pie de nuestro banquete. El nacionalismo se cura viajando, depende de cuál sea tu destino. Si un día te pierdes en la selva virgen o te sientes condenado en el infierno de una ciudad desconocida y allí te encuentras con el tonto de tu pueblo o con ese compatriota hijo de perra a quien desprecias, seguro que tu alma dará un vuelco de alegría.
Esa absurda emoción es nacionalismo. Si después de experimentar el ruinoso azar del exilio o la aventura infame del turista vuelves a casa y eres un poco sensible, nada en el mundo te parecerá más sublime que el potaje de bienvenida que te ha preparado la abuela. Su sabor profundo es nacionalismo. Pero si en lugar de pertenecer al internacionalismo del Hilton en cuyo bar un pianista toca infinitamente la canción de Amapola, aceptas, como Walt Whitman, que no hay un átomo de tu cuerpo que no pertenezca también a todos los tontos de pueblo, asesinos, prostitutas y castigados del mundo, sólo entonces con el corazón lleno de miseria fermentada te convertirás en un ser universal.


Diario La Capital todos los derechos reservados