Año CXXXIV
 Nº 48.945
Rosario,
martes  21 de
noviembre de 2000
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Editorial Circe acaba de publicar un polémico libro sobre J.D. Salinger
Salinger: El viejo que amaba a las jovencitas
Mi verdad, de Joyce Maynard, descubre las costumbres del escritor en su retirada casa de las montañas

Fernando Toloza

Las memorias y las autobiografías siempre tienen un matiz de alegato. Son en el fondo, según decía Aníbal Ponce al estudiar el Diario de la adolescente María Bashkirtseff, libros para leer con prudencia, aunque la fascinación por asistir a un relato supuestamente de primera mano pueda cegar al más precavido. En el caso de Mi verdad, de Joyce Maynard, la advertencia de Ponce es especialmente instructiva, porque la obra cobra su valor no tanto por la figura de Maynard, sino por la del escritor J.D. Salinger, con quien Maynard convivió un año, en los comienzos de la década del 70, cuando ella tenía 18 años y él 53.
A mediados de la década del 60 Salinger desapareció de la vida pública. Se fue a vivir a una montaña, para escribir y estudiar homeopatía. Celoso de su intimidad, desde entonces poco se pudo saber de él. Primero por sus nuevas costumbres ermitañas y segundo por el cuidado obsesivo que el escritor puso en defender su intimidad. Un cuidado tan obsesivo que hace pensar que Salinger estaba demasiado pendiente de quién podría llegar a ir a molestarlo y transformó así esas presunciones en parte de su figura de escritor.
El alejamiento de Salinger no excluía las noticias del mundo. El autor de El guardián entre el centeno jamás dejó de leer, por ejemplo, The New York Times ni su revista. En las páginas del magazine descubrió a Joyce Maynard, una joven de 17 años que escribía poniendo en primer lugar su experiencia. La revista del diario publicó una nota de Maynard donde la chica relataba lo bueno y lo malo de Estados Unidos para los jóvenes. La idea del artículo, que se imprimió con una enorme foto de la autora en tapa, era cederle la palabra a la juventud que el día de mañana formaría la parte adulta del país.

La ignorancia de la tradición
Joyce Maynard se crió en un hogar de palabras. Su padres eran profesores de literatura y ejercían todo el tiempo la crítica sobre los escritos de sus alumnos y, por supuesto, también sobre los de sus dos hijas. Especialmente la madre fue preparando a Joyce para la escritura. A tal punto que la chica necesitaba chequear con sus padres todo lo que escribía antes de publicarlo. Lo que buscaba no era el permiso para escribir sino la aprobación del tono y de las ideas de lo que había escrito. A pesar de esta exigente custodia, Maynard no parece haberse dado cuenta de que su forma de abordar una temática, empleando la primera persona y ubicándose en el lugar privilegiado que da la experiencia, no era original y que los antecedentes en el mundo de la literatura eran enormes, desde Madame de Sevigné y María Bashkirtseff, en lo que se refiere al uso de la intimidad como argumento, hasta Salinger, en lo que al pasaje de la adolescencia hacia la juventud atañe.
Maynard nunca repara en lo trillado de su mirada. El motivo fue que esa mirada, que analizaba el mundo con la intimidad como criterio, la convirtió en famosa, con la fama que dan los aciertos periodísticos. Era la chica del momento. Entre el cúmulo de cartas que recibió por su artículo, Maynard encontró una de Salinger. El ermitaño había salido de su cueva para escribirle.
Ella sabía del prestigio de él, pero no había leído ni una sola línea de sus libros. Contestó de inmediato y así comenzó una correspondencia en la que Salinger insiste en prevenir a Maynard sobre los peligros de la fama. Las cartas se hacen cada vez más íntimas y el encuentro entre el escritor mayor y la jovencita se produce. La fascinación se acentúa y Maynard se traslada a vivir con Salinger, con varios encargos a cuestas y con la prueba extra de tener que compartir los fines de semana al escritor con sus hijos, un chico y una chica, ésta apenas dos años menor que Maynard.

La furia del homeópata
La relación entre Salinger y Maynard no tiene romanticismo. Ella es virgen y él ha estado casado dos veces. Según cuenta Maynard, jamás pudieron hacer el amor. La razón fue un impedimento físico de Maynard al momento de concretar el acto. Salinger se empeñó en hallar al tema una solución a través de la homeopatía, que le solía dar buenos resultados en asuntos pequeños, como lastimaduras y picaduras de insectos. Pero en el terreno de la sexualidad ni él ni sus asesores (otros homeópatas reputados) pudieron con el bloqueo de Maynard.
A esta frustración se sumaron la intolerancia de Salinger hacia los vínculos de Maynard con el mundo periodístico y la exigencia de material de consumo seguro. Si la chica había causado sensación con una fórmula, los editores de diarios y revistas no veían por qué debía cambiarse. Salinger sostenía que Maynard tenía que ser sincera y criticaba su decisión de seguir vendiendo su intimidad, porque era algo prefabricado, ya que Maynard nunca hablaba de su padre alcohólico, de su madre posesiva y de su terror a la sexualidad. Un día, en plenas vacaciones en Florida, Salinger echó a Maynard de su vida. Sin más explicaciones le pidió que se fuese con todas sus cosas. La chica aceptó la voz de mando y deambuló durante décadas con el sentimiento de haber desagradado a un hombre genial.

El agua bajo el puente
Por espacio de más de veinte años reverencié a un hombre que no quiso saber nada de mí. J.D. Salinger fue para mí lo que a mis ojos se acerca más a una religión. Lo ocurrido entre nosotros tuvo una influencia en mi vida que perduró hasta mucho después de haberme apartado de él, dice Maynard y asegura que revelar lo que vivió con Salinger no es una traición a la intimidad del escritor sino un exorcismo de un hecho que la marcó de por vida, primero con un toque positivo, y después como un cáncer.
Tendría que pasar mucho agua debajo del puente para que Maynard comprendiese que su experiencia no había sido un regalo de la vida sino algo más complejo. El intercambio con un hombre extraño, en el que no todo lo que brillaba era oro. Muchos años después de su separación, Maynard comprobó que Salinger tenía la costumbre de escribirles a las jovencitas, y través de su prosa, aparentemente casual, conquistarlas, para después, aburrido o vaya saber qué, echarlas sin miramientos, hasta que se producía el nuevo hechizo, y como un Humbert Humbert americano rendirse a la perfección de su flamante Lolita.
El libro no pudo usar las cartas que Salinger. La voz del escritor aparece en los recuerdos de Maynard de conversaciones telefónicas y de charlas. Se revela el gusto del hombre mayor por la jovencitas, pero el gran misterio de Salinger sigue sin develarse. Maynard sugiere un viejo remordimiento, relacionado con la actividad que el escritor desarrolló durante la Segunda Guerra Mundial en Europa, y que estaría relacionado con un error o una delación.
Aunque en las 450 páginas del libro Salinger ocupa con suerte la tercera parte, su presencia se revela vital. Es el fantasma contra el que pelea Maynard, el nudo de su vida. La autora asegura que realmente es un fantasma, es decir, la representación de otra cosa. Para ella, su obsesión con Salinger es el signo de su sometimiento a los deseos de los otros antes que los propios, y pone así en escena el tema de las influencias, coincidiendo con el viejo Lord Henry Wotton de El retrato de Dorian Gray, quien aseguraba que toda influencia es amoral. Aunque Wotton, a diferencia de Maynard, no se indignaba por esto.
Maynard por momentos se convierte en el espejo femenino de Holden Caulfield, el protagonista de El cazador oculto, esa especie de Peter Pan moderno (según Roberto Cotroneo), que enfrenta en una Nueva York trasnochada el doloroso enigma de crecer. Pero Maynard no quiere que el dolor la acompañe toda su vida. Eso está bien para un personaje de Salinger, pero no para ella y por eso escribió Mi verdad, aparte de que es un gran negocio, un anzuelo para amantes de la literatura y de los chismes.


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